Trampa 22 (1970) de Mike Nichols

Así en plan destroyer (hoy Hildy está con el acelerador puesto –es decir como una moto y con esos ataques de estrés en los que piensas: que alguien me pare, que alguien me pare, que me la pego o me caigo redonda–) os comento una película del viejo baúl. Trampa 22 o como hacer una historia antibélica plagada de paranoias, sentido del humor extraño, frases que se clavan y, finalmente, muy, muy triste. 

Mike Nichols, en ese momento niño terrible de Hollywood que ya había abofeteado el panorama con la adaptación cinematográfica de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, se va a la guerra. Y nos deja la historia del capitán Yossarian, piloto de un bombardero de la Segunda Guerra Mundial, que sólo quiere pasarse por loco para regresar a casa y dejar de hacer misiones que nadie entiende. 

La norma 22 es una trampa legal. Algo así como que un soldado puede volver del frente si se demuestra que está loco, pero en la práctica, esto no es cierto pues si un soldado está haciendo el loco, está demostrando que es un ser lúcido porque quiere regresar al hogar. ¿Dios mío, alguien sabe interpretar esto? Yossarian lo intenta: “vale, a ver si lo he entendido bien. Para permanecer en tierra tengo que estar loco y tengo que estar loco para seguir volando. Pero si pido permanecer en tierra, ¿significa que ya no estoy loco y que tengo que seguir volando?”. Sálvese quien pueda. 

La película misma es una trampa. A un hombre, Yossarian, le dan un navajazo en tiempos de guerra y bajo los efectos de la anestesia o en su lucha por sobrevivir a la herida, recuerda sus momentos en la base. Flash back desordenados donde se mezclan los compañeros desaparecidos, el sinsentido de la guerra, la deshumanización, la muerte, la vida, el erotismo, el amor, el odio, la muerte… 

Trampa 22 es una historia extraña al límite de la locura, la risa y el horror. Mucho humor negro, mucho personaje patético. Pero con gotas de ternura. Yossarian quiere hacerse el loco pero sin darse cuenta –o quizá siendo demasiado consciente– es el más cuerdo de todos los compañeros. Escenas surrealistas, otras divertidas, otras de un horror desmesurado. Todo sin medida. 

La película es una adaptación de una sátira antibelicista que escribió Joseph Heller a principios de los años sesenta vista con ojos de Nichols y lentes de cine. Alan Arkin como Yossarian sorprende durante todo el metraje con una interpretación llena de registros. A veces loco, otras realista, más allá frío, en otra escena cálido, a la derecha con miedo, a la izquierda capaz de enfrentarse a la injusticia, arriba, demasiado humano, abajo, frívolo. Da igual, desnudo o vestido, Yossarian muestra el sinsentido y el dolor de la guerra. 

Interpretaciones para quitarse el sombrero. John Voigh –como Milo, una especie de soldado muerte que aprovecha el sistema capitalista en tiempos de guerra–, un gran Martin Balsam, Orson Welles pasaba por ahí y como siempre dejó su enorme huella, Anthony Perkins –demostrando su capacidad para otros papeles que no sean de psicópata–, Martin Sheen siempre demostrando que lo bélico es lo suyo, Art Garfunkel –no canta ni una sola canción…, y un largo etcétera de rostros que tienen su parte importante en la película. 

Al final, queda claro, la guerra es una trampa para el hombre que se destruye sin al final saber muy bien el porqué. Sálvese quien pueda, parece que terminan diciendo todos los personajes que no saben muy bien donde están y por qué hacen lo que hacen. Esta película tiene la misma efectividad contra las guerras que sus compañeras de oficio: MASH o Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú?

Y va de curiosidades literarias

Ahí está el hombre que decía que sólo era un director de películas del Oeste y coge y adapta el maravilloso cuento de Bola de Sebo de Maupassant y lo convierte en la excelente película que se llama La diligencia y que es mítica. Por otra parte, realiza a principios de los 40 una de las mejores adaptaciones de una novela de John Steinbeck, Las uvas de la ira, e hizo llegar a todo el mundo la dureza de la depresión. Claro, John Ford huía de ser un intelectual…, pero.

Diana y la cazadora solitaria del mexicano Carlos Fuentes trae a nuestra mente la triste historia de Jean Serbeg, aquella joven que fue una bella Juana de Arco, que nos dijo a todos buenos días, tristeza y se convirtió en icono de la Nouvelle Vague con al final de la escapada y un Belmondo extasiado por una joven de pelo corto, estudiante, que vende periódicos en la calle.

A Arthur Miller le pilló de sorpresa su enamoramiento del máximo icono erótico de la época, Monroe, se quedó tocado y hundido. No se entendieron. Fueron desgraciados. Y él reflejó toda su relación en Después de la caída con un triste personaje, Maggie.

Tampoco olvido las conexiones del gran dramaturgo Eugene O’Neill con el mundo del cine. Ya saben que tuvo una hija que se unió en santo matrimonio con un ya mayor Charles Chaplin y según dice le llevó a la estabilidad sentimental. O’Neill es uno de los grandes personajes románticos e irónicos en esa épica maravillosa que es Rojos -ya me detendré detenidamente en esta obra-. ¿Y qué me dicen de Larga jornada hacia la noche con una Katherine Hepburn magistral acompañada por un reparto masculino maravilloso?

Por cierto, y va de Rojos, ante la cantidad de testigos de la época, testigos reales que conocieron a John Reed, nos encontramos a un anciano llamativo por su voz, por su forma de hablar y expresarse: Henry Miller.

¿Han leído El libro de las ilusiones de Paul Auster donde aparece un cómico del cine mudo olvidado e inventado, Hector Mann?¿No se nota a un Paul Auster amante del séptimo arte?

¿Recuerdan una película que se llamaba Gringo Viejo?¿Recuerdan que un anciano Gregory Peck era ni más ni menos que Ambrose Bierce?¿Han leído esa joya divertida que es el Diccionario del Diablo?

Y así curiosidades hasta el infinito…, escribiré más.

Diccionario cinematográfico (38)

Sonny Corleone: Santino partiría la cara a cualquiera que fuese capaz de tocar un pelo a alguno de los miembros de su familia. Es impulsivo. Actúa con el corazón. No soporta a Carlo Rizzi que maltrata una y otra vez a su hermana Connie. Sonny, bruto como él solo sabe serlo, no permite la violencia de género con una Corleone. Acude en su ayuda y sacude al esposo chulo y traidor. Él será quien entregue al hermano mayor de los Corleone a una de las cinco familias mafiosas en una de sus guerras, los Barzini. Le costará caro. 

Santino aparece en la boda de Connie, brutal, visceral…, pero algo hace que nos riamos con su vitalidad y bravuconería. Santino tiene esposa pero se reparte entre sus amantes. Es vividor. Él será el padre de Vincent (hijo ilegitimo concebido en la boda de Connie en una habitación entre risas), el último padrino, el que tomara el cetro de Michael. 

Santino es el hermano mayor. Y el que toma las riendas cuando Don Vito Corleone, su padre, sufre un atentado. Y el bestia e impulsivo toma las riendas y sabe hacerlo. Porque el giro queda patente: le supera en odio y ganas de venganza, Michael. Sonny es de los que se cabrean al momento pero luego reflexionan, quieren y se divierten. Sin rencores, sin odios. Sonny tiene clara su función y cuidará hasta el final a los suyos, a Frodo, a Michael, a Connie, a Tom y, por supuesto, a su padre. 

Sonny es buen amigo. Tan bueno que conoce a un huérfano de su edad, en el barrio, y convence a su padre para que le adopte. Todo siendo niño y adolescente. Y son como hermanos. Él es Tom Hagen. Estudiará derecho y se convertirá en el consejero de la familia. Todo por el amor de un buen amigo, Sonny. 

Su muerte brutal y poética. Todo el que ve El padrino siente la muerte de Santino. Coppola lo reviste de héroe. Sufre una emboscada en una cabina de peaje en la carretera. A Sonny le cosen a balazos, sólo así logran parar sus ganas de vivir. Cae. 

Sonny Corleone está siempre presente en toda la trilogía. Dejó y deja huella. 

 

Promesas del Este

Londres, oscuro y cruel, lleno de historias que se esconden. De niñas que llegan del Este que esperan promesas y se encuentran un infierno. No se las oye. Mafia rusa. Hombre con cara de abuelo afable, que sólo con una mirada y una patada, aterra. Sus palabras golpean. Su dulzura produce miedo. La violencia tras unos ojos azules, de venerable anciano.

Hijo que espera ser amado y admirado por padre, siempre fracasado, sicótico, a través, del alcohol expresa su complicada personalidad. Llena de sentimientos agazapados, de lenguajes ocultos… A pesar de todo el padre sigue protegiendo al hijo. 

El chofer, de cuerpo tatuado, gafas oscuras, gabardina, sonrisa ambigua, mirada serena… bello. Demasiado bello. Dando paso tras paso. Sabe manejar al hijo e intenta abrirse camino con el padre. Como dice él sólo es un conductor. Pero actúa, sutilmente. Habla de indiferencia. Cuenta que a los quince años murió en vida y le mueve la indiferencia. Sus tatuajes cuentan una historia. Le graban unas estrellas en el pecho. Algo dulce surge tras la dureza. ¿Quién es el hombre tatuado? 

Comadrona, que vive momento crítico, acaba de perder un hijo. Vive en el hogar de la madre esperando una vida mejor, está sola, se fue su hijo, se fue el padre… En su intervención a una niña de catorce años, logra salvar al bebé… y se da cuenta de que sigue con la maternidad despierta. Coge un diario de la adolescente. Y desata la trama. 

Tatiana, niña de catorce años, que deja un diario. Que nos cuenta sus sueños y el horror que encuentra. Que habla de la tierra rusa, donde de todos modos vivían ya enterrados, sin horizonte. Su voz en off descubre esa otra historia de sueños rotos.  Se encuentran chofer y comadrona. Algo se remueve. Un ligero roce de manos. Unas miradas. Un viaje en coche. Algún que otro encuentro…, como dice el padre mafioso un pequeño asunto puede desbaratar todo un mundo.

Las escenas de violencia…, desde el principio, queda claro el tono. Una barbería, un anciano  que ordena y atraviesa con sus palabras, un joven nervioso y un cliente confiado. Una cuchilla de afeitar. Más tarde, Nikolai, el chofer de la historia y mucho más, muestra sus tatuajes en una sauna. Dos hombres vestidos entran y empieza una lucha bestial. Nikolai, cuerpo perfecto, desnudo, despliega toda su brutalidad. Como siempre David Cronenberg analiza la violencia y se mete hasta el fondo de las entrañas de hombre.  Inmensos los tres protagonistas masculinos: Vincent Cassel (ese hijo bestia que quiere demostrar que es fuerte y macho y ocultar que esconde a una persona asustada y confundido ante unos sentimientos que jamás reconocería), Armin Mueller-Stahl (tan increíble como en La caja de música) y, una mención especial para Viggo Mortensen…, tiene momentos memorables como Nikolai –el hombre que está con el príncipe de la mafia para llegar al rey– Frialdad, indiferencia y en el fondo de la mirada, algo de humanidad. Como le dice a una joven prostituta, ¿me oyes?, aguanta un poco viva, aguanta, hazme caso. Brutal y tierno. Ambiguo.

Un pero…, tras la escena de la sauna, David Cronenberg (que consigue recrear puro cine negro, thriller con gotas de cine de mafia y padrinos) y su guionista Steve Knight precipitan el final. Y nos quedamos con la sensación de algo inmenso y poderoso que se desinfla en el último momento. Excepto esa escena de un Viggo, ¿quizá rey?, sentado en la mesa de un restaurante ruso.

Y hoy va de canciones

Y recuerdo a Alberto San Juan bajo las estrellas y un Enrique Morente de voz desgarrada que canta al oído Stella by starlight.

Y pienso en cómo me quedé cuando vi por primera y única vez (la he buscado una y otra vez y no la he encontrado) una película argentina, Sur, donde mis oídos no podían creer estar oyendo unos tangos tan hermosos en la voz de Roberto Goyeneche… Naranjo en flor, María

Y lloro de ternura cuando oigo a Holly (perdón, a Audry Hepburn), sentada en el alfeizar de la ventana, cantando con una voz dulce, soñadora y un tanto melancólica, Moon River.

Y entonces vuelo, viajo, más allá del arcoíris y no veo sólo a Judy Garland en blanco y negro sino que me la canta, dulcemente, un hawaiano enorme, Israel Kamakawiwo’ole… over the rainbow.

Y me voy con los dos amantes, Tony y María, que buscan algún lugar donde partir, algún sitio donde no haya injusticia, algún sitio donde puedan amarse sin que nadie lo impida, buscan libertad, y al final la vida se les va sin encontrar… Somewhere.

Y ya las lágrimas me van saliendo porque me voy con Porgy and Bess y oigo la voz desgarrada de la Joplin que me canta Sumertime una y otra vez.

Y entonces veo a un hombre desesperado, con cara de Bruce Willis, que aunque no sabe donde está ni en que tiempo se encuentra, se emociona en un coche ante la belleza de What a wonderful world con un Louis Amstrong que siempre estremece.

Y vuelvo una y otra vez a la historia de Satine y el escritor bohemio, que se aman pero entre risas y llantos la muerte acecha, y sólo tienen claro una cosa que The show must go on

Jeff Bridges

A Jeff Bridges le recuerdo como uno de mis primeros mitos cinéfilos. Era pequeña pero ya le sentí bello. Me encontraba en un salón de actos que había programado Starman (1984) y, con esta película extraña, de un extraterreste que toma forma humana, rostro de Jeff, me jure seguirle por los años de los años cinéfilos. Yo entendía a Karen Allen, porque al ser de otro mundo no se le ocurría otra cosa que tomar el cuerpo de su esposo ausente, muerto. Y, ella no podía evitar enamorarse. Pero Jeff tenía que regresar a las estrellas, y necesitaba su ayuda. 

A partir de ese momento le he seguido tras la sala oscura. Le sentí joven y vividor en esa maravilla que es La última película (1971) de Peter Bogdanovich. El fin de un remoto pueblo americano y le seguí cuando su personaje se hace ya mayor y desencantado en Texasville (1990). 

No se por qué pero a Jeff le sientan bien los personajes perdedores. Y, con ellos te llena y cautiva. Te encandila cuando le ves inocente, pícaro y tierno en esa ópera prima de Michael Cimino, Un botín de 500.000 dólares (1974). Es el compañero fiel de Clint Eastwood. Bridges es el joven soñador con cara de perdedor.  

Para mí subió a los altares de la sala oscura con tres personajes y tres películas que no me canso de ver una y otra vez. Imagino que estoy, ahí, observándole, y que al final el perdedor sale del pozo me coge de la mano. Y no sé, no me imagino el final. Los fabulosos Baker Boys (1989) de Steven Kloves, El rey pescador (1991) de Terry Gilliam y Corazón roto (1992) de Martin Bell son mi trilogía sagrada de Jeff. 

Ese pianista con miedo a ser un perdedor o a ser brillante, que se esconde en un piso con un perro y una niña con problemas, que va con su hermano de club en club de poca monta, que tiene miedo a querer y ser querido. A ser herido. Y, claro, cuando se cruza en su camino una mujer que ha sufrido con traje rojo y voz susurrante pierde los papeles. 

Ese egocéntrico locutor de radio que espera su éxito en una serie de televisión en que tiene que ser gracioso gritando forgive me y luego es lo que espera, que alguien le perdone por haber sido cruel, egoísta e inconsciente. Y se toma una botella tras otra y se consume en su desgracia y no se da cuenta de que vive al lado de una mujer buena y sexy. Que trata de redimirse a través de un sin hogar con problemas de salud mental que le hace darse cuenta de ese otro mundo y le enseña la belleza en lo feo. Y le muestra los encantos de estar desnudo en un parque de Nueva York mirando las estrellas. 

O es ese maravilloso ex recluso que desde pequeño sólo ha aprendido a correr, sin parar, sin rumbo, para sobrevivir. Que no quiere caer de nuevo en la delincuencia pero no puede. Que va con su coleta, su cazadora de cuero negro, su bicicleta y su pequeño ukalele. Y, de pronto, no sólo se encuentra con la libertad sino con un hijo adolescente que quiere seguirle y vivir con él. Que quiere admirarle. Y él no quiere cagarla. Y sigue corriendo porque desea llegar a Alaska y sentarse a pescar. Y sobre todo descansar de la perra vida. 

Después le he seguido en sus trabajos jóvenes, en sus trabajos maduros. Y él fue Tron, que risa los informáticos y matrix de hoy si se fijan en un Jeff dentro de un ordenador, con efectos tiernos. O que me dicen de enamorado de una bella rubia que es amada por una bestia, King Kong. O se convierte en visionario o loco en un Tucker aburrido. O más allá se transforma en un tímido profesor al que le cuesta darse cuenta de que está enamorado de un patito feo pero muy bello y lleno de personalidad que se llama Barbra Straisand. O de pronto se da cuenta de que salvarse de un accidente de avión, le produce efectos secundarios extraños. O nos aterroriza en Arlington Road y nos traslada a un mundo donde tu peor enemigo puede ser el vecino. O se transforma en un entrañable tipo, al que todos conocen como el Nota, un hippie pasado de rosca a la fórmula Coen. O se sigue mostrando bello, desencantado y perdedor en ese triste canto a la pérdida que es Una mujer difícil. O, de nuevo, se envuelve en el viaje paranoico de un Terry Gilliam pasado de rosca… 

Como me dije en aquella sala oscura viendo a Starman, seguiré por los años de los años cinéfilos, pidiendo a gritos un Jeff Bridges en la pantalla. Es el hombre de las estrellas. 

Un funeral de muerte

¿Quieres pasar 90 minutos en los que no puedas parar de reír? Entonces, haz caso a Hildy y vete a ver Un funeral de muerte. Partamos de una curiosidad histórica: se rodó en los estudios británicos Ealing, ¿alguien ha olvidado el humor negro de El quinteto de la muerte? 

Mucho humor negro, situaciones surrealistas y cómicas, y una serie de personajes inolvidables a cada cual más divertido. ¿Fue el momento en que fui a verla? No lo sé pero desde que empiezan los títulos de crédito hasta al final, la sala de cine se convirtió en un espacio de risas y carcajadas. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto con una comedia contemporánea. 

Un funeral de muerte la dirige el director americano Frank Oz (sí, sí, el que nos hizo reír con In&out y un Kevin Kline que se salía) y con un buen guión del joven Dean Graig. Es una película coral lleno de rostros, que hemos visto en más de una película, (ahhh, benditos actores secundarios), donde todos tienen su momento mágico y estrella. Pero si hay uno que destaca –por lo menos para mí– es Alan Tudyk que realiza uno de los papeles más desternillantes de la comedia…, es Simon, un hombre bueno, recto y formal y muy enamorado de su novia, Martha pero que sabe que no cuenta con el favor de su suegro. El pobre Simon, al principio de la película, se toma un Valium (con sorpresa) y su personaje protagoniza los momentos más hilarantes de esta historia. 

Un funeral de muerte es una película de personajes en una situación concreta –que no suele ser la más adecuada para crear momentos cómicos–. Asistimos al entierro del patriarca de una familia británica. El hijo pequeño, Daniel, que siempre ha estado al lado de sus padres, quiere ofrecer un entierro digno a su padre pero no cuenta con los muchos problemas –no sólo familiares– a los que se va a enfrentar durante el sepelio. 

Todos acompañamos y nos divertimos con el anciano tío Alfie y su mal humor, con el amigo metepatas, bonachón e hipocondríaco, con la madre castradora e insoportable pero destrozada por el marido ausente, el hijo pródigo y famoso escritor egocéntrico, con el tío serio y recto que se ve superado por las circunstancias, por el visitante misterioso que da un giro de 360 grados a la respetable familia (mención especial a Peter Dinklage que ya me cautivó en Vías cruzadas), por el joven farmacéutico que pierde siempre su bote con unas pastillas de Valium muy especiales, con el sacerdote que tiene mucha prisa en celebrar el entierro, con Martha que ama a Simon pero que lucha por controlar a su “descabellado” novio que cada vez se vuelve más surrealista durante la ceremonia (pobre, sin poder evitarlo) y por quitarse de encima a un insoportable ligón…, noventa vertiginosos minutos que hacen que olvides y sueltes enormes carcajadas (ya se sabe que la risa es sinónimo de salud mental y un ejercicio muy saludable). ¿A qué esperan?

Diccionario cinematográfico (37)

Monsieur Hulot: a Monsieur Hulot le quieren los niños, los ancianos y todo tipo de animales. Es largo, con su sombrero, pipa, y a veces gabardina. A Hulot le agrada caminar desgarbado, ir en un pequeño coche carraca, con encanto, o en una bicicleta. El señor Hulot va caminando por la playa, le gusta lo que huele a humano, a cálido, a antiguo…, él es auténtico y genuino. No entiende muy bien el mundo en el que vive pero siempre, educadamente, trata de adaptarse a él. Arrastra el caos por donde pasa, pero un caos dulce, tierno y cariñoso. Los niños se ríen un montón y les hace felices. Hulot es capaz de vestirse de pirata y coger de los brazos a su bella enamorada, enmascarada, y bailar sin parar al son de una bonita música. Da igual lo que pase a su alrededor. Hulot tira objetos, se cae, abre y cierra puertas, deja siempre sus pisadas… pero todo con muchísima discreción y sobre todo, sobre todo educación. Monsieur Hulot es tierno…, creo que a veces lo sabe. No entiende el mundo o lo entiende demasiado. Pero yo le quiero igual…, lleve o no lleve el caos a su paso. Incluso, aunque con su cara inocente se burle un poco de mí. 

Cine, según Ingmar Bergman

«Ningún otro arte atraviesa, como lo hace el cine, nuestra conciencia diurna para tocar nuestros sentimientos, al fondo de la cámara crepuscular de nuestra alma. Una pequeña miseria de nuestro nervio óptico, un choque, venticuatro imágenes luminosas por segundo».

Ingmar Bergman

(texto extraído de Mi diccionario de cine de Fernando Trueba, Galaxia Gutenberg. Círculo de lectores. Barcelona, 2006)

Hambre de cine

«El cine durante el New Deal se convirtió en un espectáculo de masas, desde 1927 con la banda sonora incorporada. Los norteamericanos, en plena depresión económica, reivindicaron la entrada gratis para el cine, ya que lo consideraban una necesidad básica, como el pan y el vestido. Había hambre de cine, de distraerse, de recordar la felicidad de los tiempos pasados, pero también de desnudar a la sociedad que los había traicionado, de reivindicar la lucha y el sacrificio  como único camino para alcanzar la felicidad del futuro.»

Andreu Mayayo

(Texto extraido de 100 películas sobre Historia Contemporánea, José María Caparrós Lera, Alianza editorial, Madrid, 1997