La reina de Cobra (Cobra woman, 1944) de Robert Siodmak

En tiempos de guerra y posguerra existía un cine de absoluta evasión que caía en el disparate continuo y el surrealismo total, entre lo más camp y lo más kitsch, que hacía las delicias de los espectadores que querían volar y olvidar. Daba igual el cartón piedra, los argumentos facilones, sólo importaba un mundo colorista, en el más lejano oriente o en lugares exóticos, con la dama bella y el héroe hermoso y el amigo gracioso. Un mundo de aventura, emoción y amor que no recordara en nada al mundo en guerra o posguerra, a un mundo gris y de desgracia.

A veces, el sistema de estudios hacía que buenos directores hicieran obras menores y de encargo. Éste puede ser el caso de Robert Siodmak que esperamos se divirtiera con el delirio de La reina de Cobra. Se nota la mano del director en el pulso que tiene esta cinta de aventuras, a pesar de los desatinos, y en algunas escenas que no están nada mal (aunque claro está no es producto de aventuras redondo como esa maravilla, también de este director de cine negro, que es El temible burlón… bueno ya sabéis que está mi Burt Lancaster). Confesar, confieso que la película entretiene. Divierte.

En esta moda de cine escapista en los años cuarenta hubo estrellas efímeras que poblaron los sueños de muchos espectadores pero que pronto cayeron en el olvido de la industria (aunque en los años 60 e incluso ahora… se han convertido en verdadero culto de coleccionistas). Son películas y estrellas que se disfrutan, ahora, sólo a través de la nostalgia.

Y casi todos están reunidos en La reina de Cobra. Por un lado, nos encontramos con la reina del Technicolor, María Montez. Esta mujer nació en Republica Dominica pero su padre era de las Islas Canarias y se hizo estrella y se convirtió en todo un personaje, también en su vida real. María era diva, sus respuestas a la prensa siempre llamaron la atención, su extraña belleza hizo maravillas en el mundo de la Orientalia… daba igual que no supiera actuar, ella era María Montez. No vivió mucho, desapareció en 1951 cuando se le paró el corazón y dejó desolado a su viudo el actor francés Jean Pierre Aumont…, tampoco brillaba ya tanto en el mundo del cine.

En esta película María hace de Tollea y de Nadja, dos hermanas gemelas, una muy buena y otra muy mala. Y lo sabemos porque llevan distinta ropa y porque a veces la mala pone cara de mal genio. Cuenta con escena antológica, no se sabe muy bien si del desatino, de un erotismo ridículo pero llamativo, donde la malvada Nadja realiza una especie de baile ritual extraño (de movimiento de brazos y caderas) frente a una horrible cobra. Ah, se me olvidaba toda la aventura transcurre en una isla, la isla de Cobra, donde Nadja es una sacerdotisa muy violenta gracias también a su hombre de confianza, que es terriblemente malo. Y, además, la población vive aterrorizada por un volcán que se enfada mucho y echa mucho fuego.Le acompañan sus hombrecillos de aventuras.

Jon Hall, aquel joven musculoso que ya no lo era tanto, que en los años treinta fue el muchacho del sarong y el de cuerpo envidiable…como el hombre que ama a la buena de Tollea y va a poner orden en la isla. Como no, hay escena acuática muy bien hecha con beso bajo el agua.

Ahí también está el bueno de Sabu condenado al papel de graciosillo. Encasillado en el papel de hindú salvaje pero amigo de los colonos, pícaro, sabio pero no tan civilizado como cualquiera de sus amigos occidentales. Y también protagonista de un montón de nostálgicas películas de mundos exóticos, escapistas. Lejos quedó aquel niño que descubrió el documentalista Flaherty para una de sus películas. Al final nadie daba un papel a Sabu que ya más mayor no era tan gracioso…y también murió joven, se le paró el corazón. Olvidado por la industria.

La mejor interpretación y la más divertida es la de un mono que se llama Koko. Está magnífico en su rol. Para nostálgicos interesados ahí están en papeles secundarios, el hijo del hombre de las mil caras, Lon Chaney Jr., en papel de mudo fortachón protector de los personajes buenos que pueblan la película y Mary Nash, actriz secundaria, que se muere muy bien en la película como anciana reina de la Isla, abuela de las hermanas gemelas.

¡¡¡Y fuera de las risas e ironías varias… es una película muy entretenida, que ya es mucho!!!

Si tú me dices ven…

Si tú me dices ven… te sigo con mis medias verdes y mi pequeño perrillo.

Si tú me dices ven… no llego tarde al tren y nos vamos a París, porque siempre nos quedará…

Si tú me dices ven… me subo a la noria de la vida para que me cuentes tus sueños, con esa carilla de niño bueno.

Si tú me dices ven… no hay depresión de los años 30 que acabe con nuestro amor de instituto, no me dejes tan tocada como para que me encierren.

Si tú me dices ven… lo dejo todo y te sigo por toda África para que me laves el pelo o me fotografies bajo un puente.

Si tú me dices ven… te beso bajo la lluvia con gato sin nombre entre nosotros.

Si tú me dices ven… te abrazo o te beso hasta la inmortalidad.

Si tú me dices ven… me subo al trapecio que quieras siempre que sea en tus brazos.

Si tú me dices ven… gritaré eternamente tu nombre a voz en grito para que bajes la escalera y nos fundamos en un beso o un abrazo.

La tobillera

Me gustan las pulseras tobilleras.

Yo siempre llevo una. No me la quito en todo el año… aunque en invierno es difícil que se vea.

¿Recuerdan la aparición de una tobillera cinematográfica?

Es lo primero que aparece de Barbara Stanwyck en Perversidad (maravilloso clásico Wilder).

Una mujer baja las escaleras… y vemos su pulsera tobillera.

Ella es mujer fatal.

No sólo ellas llevan esta prenda. Lo puedo asegurar.

El abrazo de la muerte (Criss Cross, 1948) de Robert Siodmak

Os he confesado una y mil veces mi veneración por Burt Lancaster. Y en cada película que vuelvo a ver me confirma que es grande. El abrazo de la muerte era una película que la tenía en sombras de recuerdos. El otro día volví a recuperarla y volví a entender que no estoy equivocada.

Porque Burt vuelve a estar sublime como hombre duro, como superviviente, al que inevitablemente le sigue un destino negro. Y ese destino le sigue porque es un hombre enamorado. Y es capaz de todo. Incluso de quedarse literalmente ciego. No físicamente sino de sentimientos.

Y no distingue entre bien y mal. Sólo tiene claro que piensa en querer tenerla en los brazos. Y ella, mujer fatal sin querer (qué bien lo hace Yvonne de Carlo), sabe lo que no funciona. Pero tampoco puede evitar que el destino fatal les haga encontrarse una y otra vez. Ella sólo quiere vivir bien, cuidarse ella misma, y es incapaz de llegar a más. Ella es una superviviente y sabe que deja heridos por el camino, incluso al hombre que ama. Pero si no hay más remedio tiene que salvar su pellejo. Pero el destino trágico esta vez no va a dejarla salirse con la suya. Burt la abraza y la dice tristemente, Anna. Porque se ha dado cuenta pero el final siempre llega.

El tercero en cuestión es un gangster de los de toda la vida, frío, malo malísimo, con cara del siempre inquietante Dan Duryea (encasillado en tal papel pero que dejó tan buenos momentos de cine negro…). El malo inquietante también encuentra destino fatal porque a su manera es hombre enamorado. Y sabe que la historia no puede terminar de otra manera.

Y Robert Siodmak, grande, nos deja película puro cine negro, destino trágico, plagado de antihéroes, y con una historia de un romanticismo oscuro y exacerbado. Nos deja uno de esos finales que te dejan clavados en la pantalla…y todos entendemos a cada uno de ellos. Y Burt, como siempre hace, con su mirada desencantada, y su cuerpo hermoso, nos desarma una y otra vez y nos arranca poco a poco el corazón y la esperanza de un final feliz. Sólo podía ser en blanco y negro.

El séptimo cielo (Seventh Heaven, 1927) de Frank Borzage

Mis queridos compañeros, ¿recuerdan que en enero de este año realicé un post sobre el remake de esta película en 1937 por parte de Henry King donde confesaba que no había podido ver la primera versión de 1927 de Frank Borzage?

Bien, pues el otro día aprovechando rebajas, me hice con la película muda de 1927 y aquí confieso que me ha encantado y en muchas cosas me ha llenado más que la de Henry King (que no obstante me parece un remake brillante).Y es que la emoción llega a lo sublime en este precioso cuento. Y vuelvo a repetirlo que hay que verlo como cuento intenso. Y, no sé, llega a lo más hondo. Celebro de nuevo mi encuentro con Diana, Chico y el cielo.

La pareja protagonista tiene mucha más química, es más hermosa (con permiso del gran James Stewart y la misteriosa Simone Simon), y presentan un mayor erotismo inocente. Fue la primera vez que se unieron en la pantalla Janet Gaynor y Charles Farrell y en vista del éxito obtenido no extraña que se convirtiera en una de las parejas románticas más populares de los años treinta.

Los dos muestran belleza, frescura, espontaneidad y con unas interpretaciones vitales y contenidas, nada comunes en el melodrama mudo. Son inolvidables sus escenas cotidianas en esa buhardilla que es su séptimo cielo particular. Farrell era un hombre apuesto y con casi un 1,90 de altura y la Gaynor era una mujer frágil y pequeña. Su combinación hace una pareja de cine, ¿cómo olvidar ese beso de Chico donde coge en brazos a una Diana que cuelga en sus brazos feliz y extasiada?

La representación de los bajos fondos parisinos es aquí más extrema así como la maldad de Nana, la hermana maltratadora de Diana. Una mujer castigada por la vida y alcohólica. También, es más evidente la enorme brecha entre ricos y pobres y la crítica evidente que realiza Frank Borzage, algo que desaparece en el remake de 1937. El juego de luces, la fotografía, las tomas y los decorados son sorprendentes. Ese ático maravilloso que hace vivir a Chico cerca de las estrellas es un escenario sorprendente así como las escaleras de acceso hasta él.

El amor que se profesan ambos es tal que hace irresistible esa escena de una Janet Gaynor vestida de blanco antes de que Chico parta a la Primera Guerra Mundial. Una intensidad que hizo a esta película amada por el movimiento surrealista que obvió el sentido religioso y espiritual de la obra y se quedó con el amor fou de los protagonistas.

Y ese sentido religioso y espiritual no estropea la película porque al final es el amor que se profesan ambos lo que les hace tocar el cielo. Me explico, en la película queda patente el ateismo inocente de Chico pero su amor a la vida, a enfrentarse sin miedo, a mirar siempre hacía arriba, a luchar por conseguir una vida mejor, a la vitalidad… Diana irrumpe en su vida sin ninguna esperanza, con miedo, con ganas de morir…pero recupera la ilusión, mira hacia arriba y desaparece el miedo por su relación y enamoramiento de Chico. Ambos, cuando les separa la guerra, se mantienen unidos, porque Chico le promete a Diana que siempre la visitará al séptimo cielo a las 11.00 de cada mañana.

Cuando todos quieren hacer creer a Diana que Chico a muerto durante la contienda. Ella no cree. Nunca Chico ha dejado de visitarla. Sólo duda cuando el cura le ofrece la medalla de Chico diciendo que éste se la dio antes de morir. Y entonces ella decide no creer porque se siente engañada al dudar de que su comunicación diaria —que era casi una oración— con Chico durante cuatro años ha sido ficticia. Pero Chico regresa, sin vista, pero con los ojos llenos de ella. Él sí que cree porque ha vuelto a ella. Creen por su loco amor… Nunca dejaron de visitarse y comunicarse. ¡Vaya historia!

Y todo filmado con una delicadeza extrema y hermosa y con una música de fondo inolvidable que también empleó Henry King. También, se ve la influencia de Murnau que en aquellos momentos estaba terminando Amanecer, también con la Gaynor, y que todos técnicos y directores estaban entusiasmados con su manera de narrar cinematográficamente.

De nuevo, me dejé arrastrar, sin remedio, por Diana, Chico y el cielo.

No soy ningún ángel (I’m no angel, 1933) de Wesley Ruggles

¿Quién de las nuevas generaciones recuerda a Mae West? En su época tanto en las tablas de teatro como en sus papeles cinematográficos fue todo un fenómeno. Cuentan que con sus éxitos iba salvando a la Universal de la crisis económica. Siempre tuvo problemas con la censura, incluso llegó a ir a la cárcel por uno de sus espectáculos en los escenarios. Sin embargo, antes de que se estableciera definitivamente el código de censura (aproximadamente en 1934) pudo dejar sus obras cinematográficas (en ésta película del viejo baúl es ella también autora de los diálogos).

La West era todo un personaje fuera y dentro de la pantalla. Y la formula de su éxito era hablar del sexo sin dobles morales, directamente, se reía a carcajadas de los hombres. Era la reina del doble sentido. Ella era especial. Sus frases son memorables. La West se alejaba de todos los prototipos existentes: no era bella, iba toda ella barroca, con kilos de maquillaje, tenía más que curvas… cuerpo amplio, rubia de platino exagerado, y llegó a la pantalla en la cuarentena…, cuando cantaba, andaba, o hablaba con sus muchos amantes en pantalla parecía que tenía un orgasmo continúo. Era digámoslo la reencarnación de la mujer vulgar pero tremendamente sexual. Y su personaje funcionó entre hombres y mujeres que llenaban las salas para ver sus aventuras sexuales. Su exageración era llevada también a su vida real.

La West era consciente de su poder y sus productos eran controlados por ella. Incluso elegía a los actores que la acompañaran en sus devaneos en pantalla. Ya se sabe que uno de los actores que eligió para que estuviera a su lado fue un joven y guapísimo Cary Grant que se iba abriendo camino en el cine. Por supuesto, en No soy ningún ángel, él es el hombre que la atrapa.Cuando se estableció y triunfó definitivamente el código de censura pueden suponer como esta bomba sexual cayó en el olvido. La West no era moral. Sus diálogos tampoco. Sus historias tampoco… ¿el castigo? El olvido y una complicada distribución de sus películas.

De No soy ningún ángel como de otras películas hay que escuchar las letras de sus canciones y fijarse en lo que cuenta. Mae era desenfadada, sus historias también. Siempre era una mujer de mundo entre mil hombres. Y nunca, nunca, nunca salía mal parada. Después, de la censura esto sería otro cantar, la menor infidelidad era castigada, las mujeres fatales era raro que tuvieran finales felices. Pero la Mae, sí. Era libertina y nunca se arrepentía además se quedaba con el chico que la amara. En No soy ningún ángel se convierte en Tira, una estrella del mundo del circo, una domadora de leones…y de todo tipo de hombres que pierden la cabeza por ella. No tiene desperdicio ningún detalle de la película. Ella siempre viaja con las fotos de sus distintos amantes y las coloca al lado de figurillas de animales…los animales con quien les compara. La domadora se comporta como si fuera una diva y es lo pasa divinamente metiéndose con los hombres y de sus dotes de seducción con sus criadas negras que se parten de risa con sus señora. Tira es transparente por vulgar, no tiene doble cara. Y eso les enloquece. Es bomba sexual y no lo oculta. Sabe manejar a la jauría de hombres que la seduce cada día. Genial la escena del juicio en que ella se convierte en la interrogadora de los testigos y donde se mete en el bolsillo al juez, al jurado masculino y por supuesto al demandado, su amor, el bello Cary Grant.

La Mae lleva trajes imposibles pero ella se ve tan divina y bella que esta sensación traspasa la pantalla y todos los espectadores la vemos como la bomba sexual que muestra ser. Cuando habla por teléfono, cuando susurra, cuando anda con un bamboleo de caderas continuo, cuando se parte de risa y dice con voz grave y con altos grados de sensualidad: “cuando soy buena, soy buena; cuando soy mala, soy mucho mejor”… no se pierdan su sonrisa irónica. Ni sus malos modales, son parte del encanto de su personaje.

No soy ningún ángel no es tanto una buena película como un documento de cómo podría haber sido un cine sin excesivas censuras. Lo pícaro y lo barroco lo convierten en una obra interesante. La personalidad de la West, trasciende. Un cine en que hubiera entrado de todo el buen arte o personajes excesivos como la Mae que tenía fans por doquier. A malos tiempos, buena cara… la West subió el mundo del cabaré a las pantallas cinematográficas.

Bajo el fuego (Under fire, 1983) de Roger Spottiswoode

Nos vamos a principios de la década de los ochenta y con una película americana sobre la revolución sandinista en Nicaragua y desde un punto vista progresista. Un cine que comparte la revolución y la entiende. Y entonces surge Bajo el fuego bajo la mirada de sus tres protagonistas que son tres periodistas norteamericanos.

Y nos habla de la dificultad de ser neutro u objetivo en los medios de comunicación. De la dificultad de no tomar partido. De lo difícil que es mantenerse al margen si conoces los hechos. De la dificultad de simplificar cuando lo que estás viendo no es simple. De las distintas caras y posturas. De que no es fácil delimitar buenos y malos. De la enorme brecha entre el norte y el sur (y que más de 20 años después sigue aumentando…, es triste la premonición del personaje de Jean Louis Trintignant…, los poetas nunca vencen -aunque por otra parte nunca desaparecen y siempre hay gente dispuesta a creer en un mundo más justo y actuar en consecuencia-).

Bajo el fuego te mantiene en tensión con un buen trío y unos secundarios relevantes. Un fotógrafo con cara de Nick Nolte, un periodista de prestigio cansado ya de ser corresponsal, desencantado pero siempre apasionado (Gene Hackman, ¿cuándo está mal?) y una periodista en busca de la verdad (una olvidada Joanna Cassidy…aunque siempre la recordaremos como replicante que muere entre cristales y disparos) son el triángulo protagonista. Los tres empiezan la película desde una postura profesional, de cubro otra guerra más, me entero de quienes son los buenos y quienes los malos, consigo la entrevista del siglo o la foto genial, no estoy al lado de nadie. Sólo informo. Y los tres por distintos acontecimientos terminan comprometiéndose en una guerra que ven desde otra mirada.

Por ahí aparece Elpidia Carrillo como jovencísima guerrillera, o el siempre enigmático y en un papel tremendo Ed Harris, todo un mercenario, da igual que se encuentre en África, en Nicaragua o tal vez en Tailandia, él hace su trabajo de manera eficaz (da terrror pensar en la existencia real de tales personajes), o el actor francés Jean Louis Trintignant…¿quién provoca las guerras, a quién le interesa que ganen unos u otros, quién mantiene el prestigio de dictadores como Somoza…, por qué lo hacen?

A la vez que se narra cinematográficamente el horror de la guerra, se relata un triángulo amoroso entre los tres periodistas. Una historia de sentimientos resuelta con mucha química y elegancia. Bajo el fuego habla sobre los corresponsales y fotógrafos de guerra. Quizá no profundice en exceso en ningún tema pero todos quedan apuntados lo suficiente para que el espectador inquieto busque más información.

Bajo el fuego nos sabe contar una historia, con música sensacional de Jerry Goldsmith, y un trío protagonista que atrapa. Y, quizá, no sea la obra maestra de los ochenta pero sí una película que en su momento fue valiente por políticamente incorrecta (según los tiempos que corrían en EEUU, ya saben, ahí andaba Ronald Reagan… y seguro que recuerdan su política exterior en Centroamérica). La historia está muy bien contada, con imágenes-fotografías impactantes y un ritmo que hace que persigas cada fotograma de la película. Por cierto, su director nunca volvió a dirigir una película similar, ni su mirada volvió a ser tan comprometida… se sumergió y desapareció entre películas comerciales de toda índole. Una pena que no siguiera mirando como sabía.

Ya saben tienen una cita…, bajo el fuego. El objetivo de la cámara os alcanza…

Holly, forever

Holly Golightly con su vestido negro, su moño y su largo cigarrillo preside mi salón. Holly, la que no quiere vivir atrapada en jaula de pájaros, la que odia los días rojos, la que tiene un gato sin nombre, la que dice buscar un millonario que la solucione la vida aunque no le quiera pero la deje volar en los días de tormenta, la que tiene un hermano que se llama Fred que la ata a su pasado, la que huye de él, la que se enamora del escritor gigoló con el que juega a hacer cosas que jamás hicieron, la que bebe, ríe y llora…, la que nostálgica y con toalla en la cabeza canta Moonriver.

Ella, Holly, preside mi salón.

Siete novias para siete hermanos (Seven brides for seven brothers, 1954) de Stanley Donen

Hoy me encuentro en fase nostálgica. Una de las películas que está unida a mis años de infancia (sí Hildy, aunque inmortal, también ha sido niña) es este musical de la Metro, Siete novias para siete hermanos. 

No sé la de veces que pude verla en distintas reposiciones (cuando se hacían) o en el salón de actos de mi colegio. Uno de los discos de vinilo que mis padres solían ponernos algunas mañanas de domingo para despertarnos era la banda sonora de esta película. 

Y pasan los años y su encanto sigue funcionando. Hoy el mundo del dvd la ha devuelto de nuevo a mi televisión. Era una película de bajo presupuesto. Nadie hacía demasiadas apuestas por ella. Nació para ser B. El estudio que tenía más estrellas que en el firmamento contaba con el mejor equipo de musicales bajo el ojo de Arthur Freed. Pero esta película no fue rodada por su equipo que en aquel momento se encontraban realizando Brigadoon sino por el productor Jack Cummings que había estado detrás de musicales como Melodía de Broadway, 1938 o Bésame Kate. 

Se unieron varios elementos para el fenómeno que supuso y para su andadura actual como uno de los musicales clásicos. Sin duda, me atrevería a señalar uno de ellos: su vitalidad y su energía positiva. Además, de otros elementos posteriores como el estilo entre kitsch y naïf que actualmente le caracteriza. Otros elementos que le convierten en un producto con encanto son sus coreografías vitales y alguna de sus canciones. 

La película transcurre en Oregón a mediados del siglo XIX. Es una película de decorados y no se disimula en absoluto pero ahí está parte de su encanto. La historia es una adaptación de un relato que se inspiraba en el rapto de las sabinas. 

Con un reparto joven y atractivo para la época, y porque no, ahora también, nos dejaba el talento de maravillosos bailarines, cantantes y malabaristas. Por ahí se asomaban Howard Keel, Jane Powell, Jeff Richards, Russ Tumblyn (¿quién le olvida como Rick, de los Jets, en West Side Story?) o una jovencísima y sexy Julie Newmar (reina de las series de televisión…¿la recordáis como Catwoman?). 

La dirección del siempre efectivo Stanley Donen (un revolucionario del cine musical y también buen director de otro tipo de películas como Charada o Dos en la carretera) se nota. Y un pequeño producto se convierte por obra de magia en todo un clásico. 

La película juega durante todo su metraje con la picardía y un erotismo inocente (mi madre siempre me recuerda, ¡¡¡oh cielos!!!, que cuando se estrenó en España esta película era considerada moralmente peligrosa…, me atraganto de la risa). Una picardía que la hace no caer en la cursilería extrema.  

 

La película juega con un mundo idílico y divertido que nos hace sentir querer ser raptadas por alguno de los hermanos Pontipee (yo os confieso que siempre soñé con ser secuestrada —y la sigo viendo hoy en día y no cambio de opinión— por el Pontipee al que apodan Flor, que es el bailarín Jeff Richards). 

Hay varias coreografías inolvidables pero me voy a quedar con dos: la vital escena de la construcción del granero cuando los hermanos a través del baile y las acrobacias compiten contra los lugareños por el amor de las chicas.La canción que los hermanos llevan a cabo en pleno invierno cuando se encuentran solos y echando de menos a sus enamoradas. Una canción maravillosa y una coreografía con las hachas impresionante. 

Imagínense llevar tal argumento a una película actual. ¿Cómo? Yo me imagino siete mujeres hasta las narices de la vida en la ciudad, con estrés laboral, conyugal y familiar. Y me imagino a siete hermanos, hermosos y fuertes, pero absolutamente caballeros (como los de la película), que viven aislados del mundo en una casa rural de parajes incomparables. Y, de pronto estos hombres llegan a la ciudad y se enamoran de las siete mujeres que no pueden dejar sus aceleradas vidas y por otra parte están hasta las narices de todo. Y estos inocentes hombres de montaña, no se les ocurre otro plan que el secuestro de las siete mujeres. Y llevarlas a la incomparable casa rural que además en invierno queda incomunicada. Y estos siete hombres se dedican todos esos meses a que ellas se enamoren de ellos… ¿se imaginan algo más delicioso y kitsch? Lo dicho, termino este texto acelerada de la vida y teniendo que hacer mil cosas…, lo mismo hoy encuentro a mi Pontipee particular y me aleja del estrés unos meses.

Casadas con el director

No sé si será porque hoy en El País semanal aparecía un reportaje de Liza Minelli donde se recordaba que sus padres fueron la actriz y cantante Judy Garland y el director Vicente Minnelli (ambos trabajaron juntos en películas como Cita en San Luis o El pirata). O porque ayer volví a disfrutar de Noches al sol que fue la película que unió para siempre al director Taylor Hackford con la actriz Helen Mirren…, no sé de pronto me han entrado ganas de recordar actrices que se casaron con directores y como de la unión de ambos surgieron obras para recordar.

Y entonces recuerdo que el otro día vi un interesante western dirigido por Nicholas Ray, La verdadera historia de Jesse James, donde el director sigue haciendo hincapié en aquellos personajes rebeldes fuera del sistema con un halo mítico. Y rebobino y recuerdo su historia junto a la gran Gloria Grahame y como ambos nos regalaron En un lugar solitario.

Claro, me viene a la memoria, y no puedo olvidar ese matrimonio peculiar que crearon Fellini y Massina y cómo los dos nos dejaron La Strada o Las noches de Cabiria. Y si seguimos por esas tierras me encuentro con el maestro del neorrealismo, el gran Rossellini, primero hizo obras inolvidables con su amante pero mejor amiga, la Magnani, y después se casó con la Bergman, que abandonó el mundo hollywoodiense para unirse al italiano y ofrecer esas rarezas que atrapan: Stromboli, Te querré siempre o Europa 1951.

Recuerdo entonces Una mujer bajo la influencia, Faces o Gloria y vienen a mi cabeza los rostros de Gena Rowlands y su marido, el director independiente (y también actor), John Cassavettes. O qué me dicen del bueno de Woody Allen y sus trabajos con su pareja durante años y ahora buena amiga, Diane Keaton (Manhattan, Annie Hall o Misterioso asesinato en Manhattan) o con la que fue su esposa –y ahora no precisamente amiga— Mia Farrow (Hanna y sus hermanas, Alice, La rosa púrpura del Cairo, Maridos y mujeres…)

Y si nos vamos a Francia, y nos encontramos con el director de las mujeres y el amor. Con Truffaut y trabajó con muchas de las mujeres a las que amó y con las que vivió. Sólo por poner un ejemplo, Catherine Deneuve y Fanny Ardant. ¿Recuerdan las películas que hizo con ellas?: La sirena del Mississippi o  La mujer de al lado.

También, en los países más fríos como Suecia, nos encontramos con el cine de Bergman que dejó una amplia filmografía y varias protagonizadas por una de sus parejas, Liv Ullman, duró más su relación profesional que la personal. Así podemos verlos juntos en Persona, La vergüenza o Secretos de un matrimonio.

Y así mi cabeza sigue repasando uniones personales y profesionales entre directores y actrices que han escrito páginas de la historia del séptimo arte. ¿Recuerdas?