Primavera tardía (Banshun, 1949)/El sabor del sake (Sanma no aji, 1962) de Yasujiro Ozu

… El hombre siempre se queda solo. Y Yasujiro Ozu nos los explica con dos escenas sencillas dentro de la complejidad que subyace en su fondo. En las dos, un hombre viudo (Chishu Ryu con un rostro que cuenta historias), después de haber casado a su hija, le espera la soledad por compañera. En una lo dice todo con el rostro y ese cuidado que pone en pelar lentamente una manzana mientras su cabeza se agacha. En la otra el tormento es más largo, llega después de haber bebido mucho, canta frente a la mesa ante otro vaso más. Después se pone en pie, ya ha constatado que está solo y lo dice a quien quiera escucharle (en este caso un hijo adolescente adormecido y molesto por la actitud del padre) y se va a oscuras por el pasillo, como pidiendo intimidad al espectador, a la cocina y le vemos al fondo como se sirve otro vaso… en soledad.

Entre Primavera tardía y El sabor del sake (su última película) han pasado algo más de diez años y Ozu ofrece pequeñas variaciones sobre un mismo tema entregando dos películas bellas sobre lo que significa el paso del tiempo, la vejez, la soledad… y otros muchos temas (como las relaciones entre padres e hijas) que van surgiendo de la placidez de sus imágenes y cuidadas composiciones. Y éste ha sido mi estreno en la filmografía prolífica de este director japonés. Y no podía haber sido más hermoso. Así que esto promete un visionado de más obra del director y por tanto una buena porción de descubrimientos.

Lo que más me ha gustado ha sido que frente la sencillez de sus propuestas y argumentos subyacen muchos temas complejos. En ambas un padre se ‘sacrifica’ por encontrar un buen esposo a su hija en edad de casarse pensando que es una forma de que pueda vivir su propia existencia. Y pensando que el que se quede a cuidarle, a la larga será una condena. Piensa que es mejor no obligarla a la soledad del padre y convertirla en una mujer solitaria, amargada y soltera. En El sabor del sake vemos el futuro de la joven de Primavera tardía si se hubiera quedado para siempre al cuidado de su padre, en la figura del viejo profesor al que llaman Calabaza absolutamente solo y en compañía de una hija amargada e igual de solitaria. Pero no todo es tan sencillo: ¿les espera a ambas hijas una vida mejor en un matrimonio concertado… en el que sale de la casa de un hombre para meterse en la casa de otro, su esposo? El negarse a seguir la tradición y preferir la felicidad ya conocida (que es cuidar al padre en una y en la otra al padre y el hermano adolescente) ¿no es un acto de rebeldía? Tanto el padre como la hija sucumben a las presiones sociales y familiares. Aquellos que les rodean  ‘obligan’ de alguna manera a poner fin a una cotidianeidad que les hace felices a ambos. Por otra parte las dos jóvenes protagonistas renuncian al amor por llegar demasiado tarde (los chicos que les gustan se han comprometido ya) y dan el paso de casarse con cierta incertidumbre y con dos hombres de los que no están enamoradas. En Primavera tardía, no obstante, la mejor amiga de la protagonista le da la posibilidad de otra vida si fracasa el matrimonio. Ella misma se casó y se divorció. Ahora vive sola, con su hijo y trabajando… y vive bien.

Las dos presentan además un Japón que se encuentra en una era de cambio después de la Segunda Guerra Mundial. Donde las tradiciones más ancestrales se unen a la modernidad y a la entrada de la mirada occidental. Y eso se ve en las vestimentas de los personajes o en los detalles de sus hogares o en el mobiliario urbano. Las dos películas son íntimas, de interiores, con diálogos sencillos donde se dice mucho más con una mirada, una sonrisa o un silencio.

Siempre se menciona la guerra como un momento duro, doloroso y se habla de la derrota no con odio sino con una especie de resignación e incluso con bastante sentido del humor (sobre todo en El sabor de sake y el encuentro del protagonista con un hombre con el que combatió que imagina cómo sería el mundo si ellos hubieran ganado… y deciden que mejor está tal cual). También se ven las diferencias generacionales entre los más jóvenes y los más mayores y el choque entre las tradiciones más antiguas y el paso a otras más nuevas. Y las nuevas formas de entender las relaciones que van cambiando así como la entrada de la vida moderna reflejada en los medios de transporte que agilizan la vida como el tren o los electrodomésticos en los hogares (la nevera, la plancha…).

Yasujiro Ozu apenas mueve la cámara y muchas de sus escenas, sobre todo en la intimidad del hogar, las vemos desde una perspectiva diferente, desde el tatami. Esto provoca una disposición diferente en los hogares o restaurantes, una manera distinta de acomodarse, donde las alturas son diferentes. Y por tanto no se mira igual… El director japonés cuida las composiciones de manera extrema y cuida el detalle creando imágenes de gran belleza. No realiza fundidos sino que muestra escenas de transición de plantas que se mueven por el viento, de chimeneas de las fábricas, de luces de neón o de naturalezas muertas. Ozu tiene su forma de mirar y contar, de narrar. Emplea también de manera especial la elipsis, en ninguna de las dos vemos cómo la hija conoce al pretendiente propuesto ni tampoco la boda.

Lo que sí nos regalan ambas es el último momento entre padre e hija. Cuando a éste le avisan de que ella ya está arreglada y preparada como novia, vestida a la manera tradicional. Y son dos escenas de infinita ternura, tristeza y melancolía… donde no sabemos realmente si los personajes serán realmente más felices al haber cedido a las presiones del entorno…

No es mala manera de empezar a conocer a Ozu con el visionado de esas dos películas. Una en blanco y negro con imágenes tan poderosas como dos bicicletas solitarias y la otra en un color cuidado y especial donde las líneas de las vías de un tren o de las puertas de una casa forman composiciones que relajan al espectador que plácido mira cómo la vida pasa, cambia y se transforma… con pequeñas pinceladas, pequeños matices. Y ahí esta siempre el rostro de Chishu Ryu de sonrisa dulce y melancolía innata.

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La calle de atrás (Back Street, 1961) de David Miller

La calle de atrás es uno de esos melodramas hollywoodienses que hacía llegar a sus espectadores a altos niveles de paroxismo. Durante los cincuenta y los sesenta uno de los productores con más olfato para el éxito fue Ross Hunter. Estas décadas tienen vida propia en esas películas de Hunter que han sabido crear una cierta mitología de esos años. Uno de sus protegidos fue Douglas Sirk. Pero fue artífice de otros melodramas y llevó al estrellato a varias damas. Hunter buceaba en películas del pasado que ya habían funcionado, buscaba una estrella femenina potente y creaba una historia truculenta a todo color. La película que hoy nos ocupa cuenta con un montón de posibilidades para analizar.

La premisa de Back Street es mostrar que ‘la otra’ es el personaje positivo, mientras que la esposa es el problema, el obstáculo, el conflicto… la arpía. Un argumento así ya ganaba muchos puntos en una sociedad puritana con ganas de escándalo. Escándalo en la pantalla blanca. Así ‘la otra’ era una de las trágicas más amadas: la pelirroja Susan Hayward. El galán era el guaperas oficial de los melodramas: John Gavin. Y la esposa arpía, una rubia hitchcockniana (y también una musa de John Ford), Vera Miles. Ross Hunter se busca un director-artesano, David Miller (que arrastra algún éxito a sus espaldas como Un grito en la niebla). Unos buenos vestuarios (las damas siempre perfectamente vestidas y peinadas… ‘la otra’ además es diseñadora de moda). Una banda sonora adecuada de Frank Skinner que acompañe los sentimientos acelerados de los protagonistas. Un director de fotografía con estilo, Stanley Cortez… y los pone en una buena historia que ya había funcionado en el pasado.

En realidad Back Street es la adaptación cinematográfica de una novela de Fannie Hurst, dama americana que escribió otras historias melodramáticas que se vieron en pantalla como Imitación a la vida o Humoresque. Pues bien Back Street ya había sido llevada otras dos veces al cine. Una en la etapa pre code, en las manos del rey de los melodramas primigenios, John M. Stahl. Supuso un éxito más de Irene Dunne y se llamó La usurpadora (1932). Pero en los cuarenta también tuvo su remake (más desconocido) con una pareja de lujo: Margaret Sullavan y Charles Boyer que actuaron juntos en Su vida íntima de Robert Stevenson.

Pues bien en los años sesenta sigue funcionando la fórmula porque existe ya una muy buena tradición del género y cuenta además esta versión con un final apoteósico con tres momentos clímax que no dejan respiro al espectador que termina llegando a la catarsis que siempre genera un buen melodrama. Primero un aparatoso accidente de coche en plena discusión matrimonial entre Vera Miles  y John Gavin que tiene ecos de Cara de ángel pero que será precursor de la famosa escena en el coche entre Kirk Douglas y Chyd Charise un año después en Dos semanas en otra ciudad. Segundo una escena en el hospital con persona gravemente enferma, un teléfono y un niño… No digo más. Y tercero una escena final de aceptación de ‘la otra’ y su absoluta redención. Toda la película te prepara para este tremendo final. Y para ello era necesario una gran trágica que contaba en esos momentos cuarenta y cuatro primaveras pero seguía haciendo como nadie de mujer sufridora y enamorada. Además estaba necesitada de un éxito, y Hunter era especialista en dar buenos papeles a grandes divas de la pantalla que sobrepasaban los cuarenta y hacer que jóvenes galanes del momento se enamoraran de ellas profundamente. Así su máxima estrella fue una madura Lana Turner. Sin olvidarnos de Jane Wymann o June Allyson.

Sin embargo, la gran sorpresa y revelación del film es la malvada esposa. Mala madre, peor esposa, hipócrita, infiel y alcohólica… una buenísima recreación de Vera Miles que no sólo está bella, elegante y sofisticada sino genial como mala de la función. Ella es la que no deja que los dos amantes alcancen la felicidad porque no otorga el divorcio al desgraciado de John Gavin. Él como siempre, galán hermoso y correcto.

La calle de atrás forma parte del canto de cisne del género porque ya se acercaban los años 60 y una nueva forma de hacer cine. No sólo nacerá a finales de la década el Nuevo Cine Americano sino que al llegar el final de la censura ya muchos temas no estarían prohibidos ni parecerían escandalosos. El público estaba cambiando (era más desencantado menos inocente) y quiere ver otras realidades reflejadas en pantalla además de ver las nuevas formas de concebir las relaciones personales. Las trágicas del melodrama estaban terminando su reinado…

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Diccionario cinematográfico (193)

Joanna y Mark: Mark y Joanna son dos en la carretera… y su viaje tiene melodía de Henri Mancini. Y el tiempo pasa por ellos y por sus coches que se deslizan por carreteras francesas. Pero Joanna siempre sabe dónde se encuentra el pasaporte de Mark… Empezaron haciendo autostop y terminaron en un Mercedes propio. Entremedias coches compartidos y otros averiados. Y entre viaje y viaje, su historia. Quizá para contestarse ambos una pregunta de la que ya no saben la respuesta. Sinceramente no sé qué viste en mí al principio. La verdad, no me acuerdo.

Pasión, diversión, aburrimiento, egoísmos, desencantos, infidelidades, regreso, conversaciones, discusiones, anécdotas, aventuras, momentos bellos, momentos tristes, desengaños, perdones, regresos, idas y venidas… Al mal tiempo, buena cara. Joanna y Mark son como son. Con sus virtudes y defectos. Con sus encantos y miserias. Y cada uno sabe muy bien lo que puede esperar del otro. Aunque la sombra del desencanto hacia el ser amado es inevitable… pero franqueable.

Joanna y Mark viajan por las carreteras del pasado y el presente. Y a pesar de los pesares descubren que están condenados a quererse. Al fin y al cabo a Joanna  le encantan los finales felices… aunque termine echando en cara a su Mark que él no sabe lo que es querer. Él es una especie de Peter Pan, a veces egoísta, que se complementa con una Joanna vital, rebosante de sentimientos, y por eso inevitablemente insatisfecha. Y él sabe que la necesita a su lado para poder seguir perdiendo su pasaporte, para seguir siendo Peter Pan, para seguir reflejándose en su mirada. Qué clase de personas se sientan en un restaurante y no tienen nada que decirse. Los matrimonios.

Por qué no puedes ser siempre feliz pase lo que pase. Porque no se puede. Sin embargo en esos viajes por la carretera  construyen su historia llena de recuerdos y anécdotas. De risas cómplices en camas y bañeras en pensiones y hoteles. De baños en el mar o en piscinas de lujo. De discusiones y lágrimas. Infidelidades. Pero a pesar de los pesares se hicieron una promesa, que puede contra el desencanto. Joanna le dijo un día, nunca te fallaré. Y Mark, aunque siempre le cuesta expresarlo, sabe una cosa: Te quiero, Joanna.

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Django desencadenado (Django unchained, 2012) de Quentin Tarantino

Tarantino puede gustar o no pero nadie le puede negar que se lo pasa en grande jugueteando con cientos y cientos de referencias cinematográficas en cada una de sus películas y reinventando-remezclando a su gusto los géneros que disfrutó y disfruta como espectador. En Django desencadenado recrea estereotipos por todos conocidos y los exagera hasta límites extremos en un festival de fuegos artificiales sangrientos. Así toma elementos de dramas sureños con otros del western (y sus variantes como el spaghetti western) y vomita Django desencadenado. A esta mezcla la espolvorea con sus señas de identidad: un cuidado en la estética (como se puede ver, por ejemplo, en el personaje de Django, ¡quiero sus gafas de sol!), una puesta en escena determinada y peculiar, unos diálogos con chispa (que enganchan) antes de cualquier acontecimiento violento, su particular selección en la banda sonora, una violencia tan exagerada y coreografiada que no puede ser tomada en serio y un reparto coral con la recuperación de rostros del pasado (Don Johnson, Bruce Dern, Franco Nero…), además de un cameo del propio Tarantino.

No puedes tomarte Django desencadenado en serio y si Spike Lee (que se ha sentido molesto por el tratamiento de Tarantino hacia el tema de la esclavitud) la viera se daría cuenta de ello. Si en Malditos bastardos se cargó a toda la cúpula nazi en un cine, aquí destruye con un bombazo ante nuestros ojos a Tara y todos sus estereotipos (qué bueno hubiese sido que la hermana de Calvin Candie —Di Caprio— hubiese sido una especie de Scarlett O’Hara). Ni en Malditos bastardos ni en Django desencadenado pretende Tarantino una cierta coherencia histórica o convertirse en cine denuncia. Porque el director no tiene intención alguna de realizar cine histórico y realista sino que presenta a su modo cómo el cine ha ‘recreado’ esas historias, juega con la memoria cinéfila del espectador y con cómo el cine ha creado su ‘propia historia’ paralela que nada tiene que ver con la Historia con mayúsculas. Y Tarantino toma todo ese material y se pregunta: pues ¿cómo construyo yo mi particular mundo de cine? Y lo construye. Otra cosa es que el espectador no quiera entrar en su juego o no le vea gracia alguna.

El humor es importante en Django desencadenado, lo que nos hace ver que todo es una farsa disparatada. Por ejemplo en la manera que tiene de ridiculizar a los componentes del Ku Klux Klan (aquí aparece nuestro Don Johnson) en una de las escenas más divertidas de la película.

En Django desencadenado crea unas imágenes de una fuerza visual enorme y coreografía unas escenas de una brutal violencia que hace que el espectador se vuelva insensible ante tal exhibicionismo de disparos y burradas o que esas escenas se conviertan en hilarantes por exageradas. En toda la película, y todas sus masacres representadas, no hay ni un sólo atisbo de la ‘poética de la muerte’ (término que tomo prestado de 39 escalones) que pulula por los western de Samuel Fuller, Sam Peckinpah o Sergio Leone. Sólo hay un pequeño atisbo en un fugaz instante. Y es en las primeras muertes en las que participa Django. Tres hermanos que son capataces en una plantación de algodón. Y uno de ellos muere mientras cabalga y la sangre salpica el algodón blanco… Y es un atisbo más bien estético.

En casi tres horas de película, Tarantino no desfallece en contar la historia de una venganza y un rescate (temas recurrentes del western) y logra no aburrir al espectador que entra en su juego. E imprime y construye una historia de un fuera de la ley (un esclavo libre en estados sureños), en este caso, Django, que se convierte en leyenda y personaje de la mitología del Oeste. Además Quentin da su pincelada europea (no sólo con el genial personaje de Christoph Waltz al que amo ya con locura) sino que imprime mitología alemana a la historia de Django y su amada Broomhilda… de la manera más näif (vamos, reinventándose la leyenda el personaje de Waltz según le conviene a su amigo Django… que quiere salvar a su Broomhilda). Y también ese gusto superficial por lo francés que tiene Calvin Candie redundando en la ignorancia, incultura y el paletismo de este personaje (causa también de momentos de humor).

Los estereotipos-personajes que crea Tarantino para esta película y los actores que lo representan convierten esto en una buena baza para su disfrute. Así nos encontramos con el cazarrecompensas con un pico de oro (alemán y extremadamente versado en cultura e idiomas) que congenia de manera rápida con el esclavo Django (Jamie Foxx) al que necesita para capturar a unos bandidos. Nos encotramos así con esas ‘raras’ amistades creadas en el salvaje Oeste. Y nos topamos con personajes de los dramas sureños donde se encuentra el malvado dueño de la plantación (que clava Leonardo DiCaprio, dejándonos un demencial y terrorífico discurso frente a una calavera) o un increíble Samuel L. Jackson con el personaje-estereotipo más complejo, Stephen, el negro leal al servicio de Calvin Candie desde siempre y más brutal y racista con los suyos que el propio Candie. La conversación que mantienen ambos en la Biblioteca es todo un recital tanto por la actuación de ambos actores como por la manera de rodarla. El personaje-estereotipo más débil y menos cuidado es el Broomhilda (Kerry Washington), el de la bella esclava víctima que debe ser rescatada por el esposo enamorado. Es más un ‘motivo’ para avanzar la trama y para hacer actuar a los personajes principales que un personaje-estereotipo desarrollado. Es una especie de ser etéreo que se vuelve real pero apenas tiene personalidad definida más allá de su belleza…

Django desencadenado o Django desatado propone una particular visión de un director hacia los western y los dramas sureños cinematográficos. Si entras en la broma, te quedas enganchado como espectador a la pantalla blanca…

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Mujeres de agua

Una mujer de agua puede ser una sirena…,

que en tierra se da cuenta del placer de tener piernas.

Pero siempre echa de menos el mar.

El agua es vital.

Lo malo es que quiere seguir para siempre a un hombre con dos piernas… pero ella es feliz con su cuerpo mitológico.

Entonces triste se pone a cantar.

Y esa canción arrulla a los marineros…, los despista y los hace morir.

Es su venganza por no poder amar.

La sirena siempre fue una mujer fatal.

 

Una mujer de agua puede ser aquella que nada en una piscina.

Allí siente los sonidos del agua.

Calma.

Y quizá nadando logre olvidar una ausencia, una muerte.

Una traición.

Ahí siente menos dolor.

Será porque el dolor flota.

 

Hay mujeres de agua tristes.

Una se equivocó de hombre.

Se equivocó de amor.

Y acabó en el fondo de un lago.

Sus cabellos se mezclaron con las algas.

 

… Una mujer de agua puede huir de las voces que oye.

Antes le calmaba ponerse a escribir.

Hasta que las voces invadieron su mente.

Un asedio.

Y sólo pudo hacerlas callar, ahogándolas.

Metiéndose poco a poco en el agua.

Quizá pronto podrá dormir…

 

Más allá una mujer de agua vestida de novia es arrastrada por la corriente.

Tumbada con su ramo verde.

Le puede la melancolía.

También la melancolía… le da fuerza.

Mujer de frío y agua.

El fin ya no le importa…

 

La mujer de agua que nada.

Pero ya no respira igual.

Que fue joven sirena que ganaba concursos.

Ya es sirena anciana.

Ella se mete en el agua…

Y con un último suspiro, logra revivir tiempos pasados.

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Ararat (Ararat, 2002) de Atom Egoyan

Genocidio: Exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de etnia, de religión, de política o de nacionalidad.

Diccionario de la Real Academia Española

 

Ararat es una interesante obra cinematográfica donde el director armenio-canadiense Atom Egoyan aborda de una manera intelectual (casi un ensayo) el genocidio armenio por los turcos a principios del siglo xx.  Así llama la atención cómo cuenta esta historia y la estructura que propone Egoyan en la película. Ararat no pretende emocionar (o por lo menos a mí me dejó cierto aire de frialdad y distanciamiento) sino exponer algunos planteamientos y reflexiones del director-creador a través de una película de ficción. Y por eso puede chocar o parecer que no es absolutamente redonda, lo que sí plantea es una propuesta para ser desmenuzada y analizada en profundidad.

El primer valor de Ararat es que sea una película que trata de acercarse a un hecho histórico apenas tratado en el cine (me viene a la cabeza una película que no he visto de los hermanos Taviani, El destino de Nunik) y todavía desconocido (además de polémico pues todavía no es reconocido, sobre todo por el propio Gobierno turco pero también por otros países, si realmente se produjo en el año 1915 un genocidio… y éste es un punto desconcertante y dramático porque relega a todo un pueblo al olvido y a obviar su sufrimiento) desde una perspectiva original: ante la condenación al olvido, ante la negación de la memoria, ante la negación de una realidad cruel, ante la impotencia de unos supervivientes que tratan de enteder su historia y otros que se lo niegan… la posibilidad del arte de transmitir una verdad a través de distintos lenguajes expresivos, de atrapar el sufrimiento e impotencia de un pueblo, el evitar el olvido de los que perecieron… Pero no sólo es ésta la única manera de acercarse a ese intento de recuperación de la verdad y la memoria lo que plantea Ararat sino que hay otros caminos que de alguna manera marcan en el presente a cada uno de los personajes.

Atom Egoyan en su estructura introduce varios personajes clave que afrontan de distinta manera ese ‘olvido impuesto’ y convierten Ararat en una denuncia inteligente. Hay una presencia en toda la película que de alguna manera une a todos los personajes y es una figura histórica, un superviviente del genocidio armenio, que pudo llegar a EEUU. Esta figura histórica es un artista, un pintor, que vivió en su piel el genocidio. Arshile Gorky, un pintor de vida atormentada, que arrastró su pasado (y diferentes etapas de asumir ese pasado que él mismo quiso olvidar)… Ararat nos lleva a su estudio y a la creación de un cuadro a través de una fotografía. La única fotografía que posee Gorky junto a su madre poco antes del exterminio. La fotografía que documenta su pasado, la fotografía que recuerda que tuvo una madre que murió en la deportación… La fotografía que muestra una infancia arrebatada, que se convierte en tormento porque le conecta con un pasado que no le dejan que aflore.

Esta figura histórica es un personaje de una película que está realizando un renombrado director armenio (Charles Aznavour) que quiere plasmar el genocidio de su pueblo y dejarlo reflejado en una película que trata de recoger su visión como superviviente (quiere extraer la esencia de ese genocidio según su punto de vista y se tomará ‘licencias poéticas’ para poder llegar más al espectador lo que quiere contar… como que el monte Ararat —un símbolo— se vea desde un balcón desde el que es imposible su visión. Pero es una verdad que sale de su interior y ‘recrea’ esa verdad que sale de las entrañas) y reconstruir sus recuerdos (y todo lo que le contaron). El director explica que lo que más le duele es no entender todavía cómo fueron tan odiados y como ahora que no les dejan recordar, siguen siéndolo. Qué fue lo que motivó ese exterminio… cuando eran también ciudadanos turcos…

Arshile Gorka también es el personaje central del nuevo libro de una historiadora armenia (Arsinée Khanjian) que se acerca a la verdad a través de una exhaustiva documentación. Que trata de entender con testimonios y acercamiento a la historia con rigurosidad qué pasó y cómo esto sigue marcando a su pueblo (su primer marido murió cuando intentaba asesinar a un diplomático turco y es señalado en EEUU como terrorista). Ella es contratada como asesora histórica en dicha película y trata de entender esas ‘licencias poéticas’ que el director pone en imágenes para acercar su verdad.

En dicha película trabaja también como conductor el hijo de la asesora, un joven (David Alpay) que trata de entender al padre ausente y al que le remueve algo en su interior el rodaje (y también las difíciles relaciones entre su madre y su novia) y trata de encontrar la verdad (el origen) del genocidio viajando a Turquía y filmando aquellos sitios que pueblan los recuerdos de los supervivientes. Encontrar la verdad desde la emoción, desde el viaje y el descubrimiento. Captar la tierra del olvido, las huellas del genocidio…

Ahí también se encuentra un actor de origen turco (Elias Koteas) pero nacido en EEUU que se mete en la piel de Jevdet Bay, gobernador de Van (una de las regiones más castigadas y donde el pueblo armenio trató de resistir ante el asedio turco), y uno de los perpretadores del genocidio. Él hace otra interpretación de la historia, cree que hubo un enfrentamiento armado entre armenios y turcos durante la Primera Guerra Mundial y que eso es muy distinto a un genocidio. Apuesta por vivir el presente y seguir en el olvido.

Uno de los actores principales es un norteamericano que se mete en la piel de otro personaje histórico, Clarence Ussher, un doctor norteamericano que trabajaba para la Cruz Roja y fue testigo presencial de la masacre de Van. Después trató de testimoniar lo que vio en un libro e instaba a los armenios que lograban salir del país que contaran su verdad, que avisasen sobre la masacre, que informaran… El actor se empapa del genocidio armenio a través de las memorias del doctor norteamericano y cree totalmente en lo que cuenta. Se identifica con él.

Así llegamos al policía de la aduana (Christopher Plummer), que está a punto de jubilarse, y entrevista al joven armenio que ha viajado hasta Turquía y trae unas ‘misteriosas’ bobinas de películas de 35 mm. Entrevista que articula parte de la película. Plummer estará unido al joven por una serie de casualidades y escucha toda la historia del genocidio armenio a través del relato del joven. Y conecta con la tragedia y con el joven a través del sentimiento y de las complejas relaciones paterno-filiales. Siente esa búsqueda de respuestas que vive el joven, ese querer comprender al padre ausente…

Atom Egoyan presenta las imágenes del genocidio no como un flash back a un pasado real sino mostrando una película dentro de una película. Lo que vemos es el horror según lo reconstruye el director armenio Edward Saroyan (que encarna el cantante de origen armenio Charles Aznavour) que quiere expresar su dolor y negarse al olvido. Que quiere mostrar lo que ocurrió desde su particular mirada. Así en su manera de mostrar la tesis de su ensayo, Egoyan me recuerda a la técnica que empleó Harold Pinter para adaptar la novela de Fowles a la pantalla, La mujer del teniente francés, película que dirigió Karel Reisz.

Así Egoyan construye un peculiar ensayo (y muy complejo porque permite múltiples miradas) sobre las ‘formas’ de recuperar la memoria y lograr contar la verdad de un acontecimiento que se quiere relegar al olvido y las consecuencias dolorosas que esto genera en las distintas generaciones.

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Diccionario cinematográfico (192)

Vejez: El proceso de envejecimiento, los ancianos, los abuelos, las enfermedades y achaques, la fragilidad, los fallos de memoria, la soledad, las segundas oportunidades, los recuerdos… son temas que acompañan a la vejez. Y son temas que hemos visto numerosas veces plasmados en la pantalla de cine. Desde el drama más descarnado hasta la posibilidad de realizar un sueño imposible. La cotidianeidad de los abuelos. Las complejas relaciones familiares. Su vulnerabilidad y fortaleza. La soledad más absoluta o el periodo de la caida. Aquel o aquella que se mira en un espejo y ve cómo se marchita. El anciano que se convierte en la pieza fundamental de una comunidad o el relegado al olvido y la injusticia. La vejez protagoniza drama, melodrama, comedia e incluso ciencia ficción… Y es un tema estrella en la sala oscura. Porque es un tema cercano que a todos nos toca…

La última ha sido la película de Haneke, Amor, pero la vejez es un tema que siempre ha estado presente. Ahora me espera el visionado de Primavera tardía de Ozu…, un hombre mayor condenado a la soledad cuando su hija deja el hogar porque se casa. Y pronto se estrenará la película que ha dirigido el actor Dustin Hoffman sobre un grupo de ancianos, excantantes de ópera, que viven en una residencia, El cuarteto.

Podemos buscar huellas desde el cine silente y ese testimonio triste del empleado anciano que es relegado a lo más bajo en un hotel y su progresiva caída al abismo… El último de Murnau.

La vejez puede ser contada, sobre todo, desde dos visiones: el camino hacia la muerte o el momento de realizar cosas que nunca se hicieron, las segundas oportunidades. O mezclar ambos temas. El camino hacia la muerte y el dolor que genera el ser mayor puede ser contado desde una perspectiva desgarrada como en Venus de Roger Mitchell o desde un camino tranquilo y amable, con naturalidad, del que sabe que el fin está cerca y hay que apurar como En el estanque dorado de Mark Rydell.

El mundo de las segundas oportunidades suele ser comedia o tragicomedia. Ahí está Alexander Payne contando las andanzas de un recién jubilado y viudo que emprende un viaje por carretera en A propósito de Schmidt. O David Lynch construyó su relato cinematográfico más clásico de la mano de Alvy y su tractor, un anciano que va al encuentro del hermano con el que se enfadó hace años en Una historia verdadera. Sin olvidarnos de esos abuelos que deciden viajar a la India y darse segundas oportunidades en El exótico hotel Marigold de John Madden.

La unión de ambas visiones: el camino hacia la muerte y las segundas oportunidades (de ser, por ejemplo, mejores personas) se unen en El gran Torino de Clint Eastwood que también encarna a Walt Kowalski, un hombre que se replantea las ideas que ha mantenido toda su vida ante la nueva realidad que le rodea.

Los ancianos son también guardianes de historias y poseen una sabiduría que los jóvenes no tienen. Cuentan viejas historias, narran cuentos y saben de qué va la vida. Ahí se encuentra Ninny que cuenta a quien quiera escucharla la historia de una encantadora de abejas y una dama sureña que se hacen amigas en los años de la depresión en Alabama… en Tomates verdes fritos. O también pueden ser personajes excéntricos que saben el significado de las ataduras y quieren por ello que sus seres más cercanos sean libres. Así le ocurre al abuelo con cara de Lionel Barrymore en Vive como quieras de Frank Capra. Ahí también se encuentra el abuelo macarra y yonqui que adora a su nieta y salta por encima de los prejuicios sociales en Pequeña Miss Sunshine.

… Hay abuelos frágiles y vulnerables a los que les afecta la realidad dura que les rodea. Así no olvidamos al anciano matrimonio de la familia Joad que son los primeros que perecen en el largo peregrinaje para encontrar un empleo durante la Gran Depresión en Las uvas de la ira de John Ford. O ese funcionario jubilado que no llega a final de mes y que le quieren echar de la habitación de alquiler donde ha vivido años en la emocionante Umberto D de Vittorio de Sica. O esa abuela que la diagnostican alzheimer y vive con su nieto (que comete un acto horrible)… y trata de buscar un poco de Poesía ante el horror de la realidad que la rodea. O ese matrimonio anciano que pierde su hogar y se lo queda el banco (¿a qué recuerda?)…, sus hijos (otro de los grandes temas las relaciones padres-hijos, abuelos-nietos) no tienen espacio para que se que queden juntos en una de sus casas y tienen que separarse por primera vez… y protagonizarán la más hermosa de las despedidas en Dejad paso al mañana de  Leo McCarey.

También existe el abuelo patriarca. Aquel que sigue siendo déspota por los siglos de los siglos o aquel que ejemplifica el final de un periodo histórico. Por ejemplo Burt Lancaster supo reflejarlo en su rostro en Novecento y El Gatopardo. O el abuelo patriarca de una familia, el que sustenta su memoria, como en La familia de Ettore Scola y un Vittorio Gasman que recorre décadas hasta ser un ilustre abuelo.

Otros abuelos conviven día a día con la soledad como Maria Galiana y Carlos Álvarez- Novoa en Solas de Benito Zambrano o una increíble Petra Martínez en La Soledad de Jaime Rosales. Y otros conviven con enfermedades degenerativas como el Alzheimer, ancianos que tratan de enfrentarse al olvido o que se hunden definitivamente en otros abismos como puede verse en El hijo de la novia, Lejos de ella o la película de animación Arrugas.

Y hay hasta abuelos que se codean con la ciencia ficción… y encuentran la fuente de la eterna juventud que viene ni más ni menos que de unos extraterrestres en Cocoon de Ron Howard. O ancianos que se cruzan con lo fantástico, como ese curioso caso de Benjamin Button que nació ya con muchos años a sus espaldas. Sin olvidarnos del caso del último viejo que queda con vida en el mundo y sus posibles vidas, Mister Nobody.

… La vejez es atrapada en la pantalla blanca… que curiosamente hace que sus personajes, hasta los más ancianos, sean inmortales…

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Amor (Amour, 2012) de Michael Haneke

Un alumno, ahora pianista de renombre, escribe a sus viejos profesores de música clásica una nota en la que dice que visitarles ha sido entre bello y triste. Así se describe perfectamente la sensación que le queda al espectador tras ver Amor de Michael Haneke. Amor no plantea una historia ni fácil ni sencilla. Pero habla de temas que siempre se quieren evitar o silenciar y sin embargo forman parte de lo cotidiano, del día a día. Temas que se quieren encerrar entre cuatro paredes. ¿Cómo morir con dignidad? ¿Cómo acompañar al ser querido hacia la muerte? ¿Cómo vivir el deteriodo que supone una enfermedad que avanza…? ¿Cómo enfrentarse a ello?… No son preguntas con una sola respuesta. Y Haneke lo sabe. Y cualquier respuesta, duele.

Ya se lo dice George (sublime Jean Louis-Trintignant) a su hija (Isabelle Huppert), no le vale de nada su preocupación a distancia. Ni sus reproches. ¿De qué le sirven en su lucha diaria para mantenerse intacto junto a Anne (maravillosa y trágica Emmanuelle Riva…)? ¿Qué es lo que propone? ¿Tiene alguna solución a mano para evitar el deteriodo y el sufrimiento? ¿Sabe enfrentarse a ello? ¿Puede evitar la soledad? Parece que también se está dirigiendo a los espectadores.

George, un ‘monstruo sensible’ que es buena persona como dice su Anne, es un gran contador de historias. Y él nos guía por esta historia dura y sin concesiones, directa. Es tan lacerante y real ese bisturí de Haneke que retuerce las entrañas, que plantea preguntas difíciles sobre el amor, la enfermedad, la vejez y la muerte…

Michael Haneke nos deja un único final posible para George y Anne… tal y como lo haría un sensible contador de historias que no puede más con el dolor de sus protagonistas. El final es el que es, lo sabemos desde el principio, pero el director cruza el umbral… y nos hace ver, de manera sencilla y hermosa, que puede que la vida y la muerte estén más cerca de lo que creemos…

Para enfrentarse a Amor, hay que escuchar atentamente a un George que no para de contar historias. Le cuenta a su esposa que sufre y delira, mientras acaricia su mano con una ternura que desarma, que recuerda cómo su madre le decía que si se encontraba bien en un campamento de verano que pintase en la postal un ramo de flores y que si se sentía mal pintase estrellas… Y eso es lo que pasa con Amor es una película repleta de estrellas porque el espectador se siente mal ante lo que ve contado con un pulso firme entre un realismo atroz y una sensibilidad que no se regodea en lo amargo, sino que muestra una realidad terriblemente cercana.

Y todo esto nos lo cuenta Haneke de una manera sublime. Desde la presentación de los personajes en esa sala de conciertos, son dos personas más entre un público entregado a una pasión: la música; hasta la manera de recorrer las habitaciones de la casa donde viven o el empleo de los sonidos para narrarnos algo más. Lo que nos deja intuir, lo que nos deja ver, lo que se oculta tras las puertas… El detalle. La cotidianidad de esos dos personajes que van imparables hacia el abismo… Y no hay remedio alguno. La presencia de lo onírico que choca con la soledad brutal de unas paredes que encierran dos historias que se apagan, que agonizan.

De nuevo George-Haneke cuenta una historia… y dice que una vez vio una película de la cual ya no se acuerda de su argumento ni quién estaba en ella… pero sí recuerda totalmente lo que sintió ante esa película, lo que le hizo llorar. Y, es cierto, creo que Amor se quedará presente en el inconsciente del espectador que recordará lo que sintió mientras habitaba en la casa de George y Anna… Una melodía interrumpida. Y también será difícil olvidar los rostros y las miradas de dos actores que traspasan el umbral (y vuelan más allá de la pantalla blanca), Jean Louis-Trintignant y Emmanuelle Riva.

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Los muelles de Nueva York (The docks of New York, 1928) de Josef von Sternberg

 

… Eran los tiempos en que el petróleo todavía no había sustituido al carbón y los grandes medios de transporte necesitaban para moverse el trabajo de los fogoneros… Los muelles de Nueva York, la niebla y los barcos. Unos hombres se encuentran en las tripas de uno de ellos. Han realizado una larga travesía y han echado carbón sin parar para que el barco se deslice. Ellos se presentan con sus cuerpos sudorosos llenos de hollín. Ahí está Bill (una mole con el rostro de George Bancroft) que se dispone a fumar un cigarrillo. El barco se ha detenido en el muelle. Su antipático jefe les avisa: tienen la noche libre, mañana zarparán de nuevo. Y Bill se pone delante de unos dibujos obscenos de mujeres desnudas que tienen pintados en una pared a tiza y sonríe. Sus compañeros hacen lo mismo. Esa noche sólo tiene claro que quiere pasarlo bien.

Así arranca una película silente de Josef von Sternberg que es una joya donde el director muestra su capacidad para generar ambientes que no se borran de la mente. De lo sórdido crea lo bello. Recrea. Éste es su secreto. Y su firma. Pero también su peculiar manera de contar y su empleo elegante del lenguaje cinematográfico. Nadie olvida una película de Von Sternberg y sus garitos. Así viene a nuestra cabeza el cabaret de El Ángel Azul, el casino de Sanghai o el garito donde actúa Marlene Dietrich en Marruecos. Y en los muelles de Nueva York, el bullicioso garito Sandbar. Von Sternberg y Dietrich quedaron tan unidos como pareja artística que a veces se olvida que ambos tuvieron sus propias trayectorias por separado… Así existe un Von Sternberg sin Dietrich que crea una sensibilidad especial en sus películas. Entre la sordidez puede surgir la posibilidad de amor. Esto es lo que ocurre en la sencilla trama de Los muelles de Nueva York. Lo que entusiasma es cómo está contado.

Los personajes de esta historia llevan marcado en el rostro y en su cuerpo un destino trágico. Negro. Todo apunta a ello. Bill es un solitario que con un poco de alcohol pierde los estribos. Es fácil que estalle y se vuelva violento, es una mole con una fuerza que asusta. Bill lleva su vida marcada en el cuerpo recubierto de tatuajes. La mayoría de las veces está cubierto por el hollín… pero esa noche toca bajar a tierra, se desprende del carbón pegado a su cuerpo y sus tatuajes con nombres de mujer quedan al descubierto.

Los muelles de Nueva York transcurre tan sólo en unas horas pero son suficientes para cambiar la vida de varios personajes… la oscuridad de la noche y un amanecer que anuncia un nuevo día. Y tan sólo conocemos unos pocos escenarios: las tripas del barco, algo de los muelles cubiertos de niebla, un garito de mala muerte, y la habitación de una mísera pensión…

Cuando Bill busca un garito donde divertirse, oye cómo una mujer se ha tirado al agua. Él la salva. Ella es una prostituta que no quiere vivir, joven y absolutamente desencantada. Se llama Mae (Betty Compson). Ahí empieza todo. Bill buscaba sólo un cuerpo de mujer con el que divertirse y sin comerlo ni beberlo se topa con el amor. Mae era una mujer que ya no tenía ilusión por vivir y encuentra una posibilidad de futuro junto a un bruto, al que sabe tranquilizar, llamado Bill.

Tan sólo hacen falta unas horas para que sus vidas se transformen. Pero sin alboroto alguno. De una manera fluida y natural. Los dos deciden darse una oportunidad aunque no lo tienen fácil. Antes un simulacro de boda oficiado por un sacerdote que sí imprime un carácter espiritual y serio a la ceremonia (como si intuyera que ahí hay algo mucho más serio que una juerga). Una noche de bodas. Y una mañana en que el fogonero piensa que tiene que volver al trabajo, dejar el puerto, vagar de nuevo por el mar. Ahí reposa en la cama otra mujer para otro tatuaje. Lo pasó bien. Y deja el dinero en la mesilla… Pero un intento de asesinato les hace ver que quizá les espera otro futuro y que no tiene por qué ser oscuro.

Y todo lo cuenta Von Sternberg alejándose del melodrama y el folletín y acercándose a una sensibilidad que preludia cine negro y realismo poético. Ahí se encuentran unos cimientos. Además de demostrar que sabe contar con imágenes. El suicidio de Mae lo vemos reflejado en el agua… y el intento de asesinato fuera de cámara. Pero son varios los detalles que nos informan de lo que ha ocurrido. Y sabemos por cómo vuelan unas gaviotas desde la ventana del homicidio que ha sido un disparo…

… En el garito hay rostros, más rostros que permiten esas horas extrañas a los protagonistas. El desagradable jefe de Bill, que también desea a Mae. Lo más representativo de los bajos fondos, hombres y mujeres. Otra mujer desencantada y desilusionada, la esposa del jefe de Bill (la actriz rusa Olga Baclanova que alcanzaría la inmortalidad por su papel en la película de culto La parada de los monstruos). Desde que se casó empezó su sufrimiento, su marido siempre la abandona y desprecia, ella finalmente se ha dedicado a la prostitución. Protege a Mae y ve en ella la posibilidad de un amor verdadero, de que quizá tenga algo más de suerte en la vida… aunque no está muy segura (no sabe si es la noche y el alcohol). Pero en sus ojos queda una esperanza.

Von Sternberg recrea los bajos fondos y como de esos bajos fondos se crea la posibilidad de una historia de amor entre dos personajes excluidos… De la oscuridad, la luz.

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El molino y la cruz (Mlyn I Krzyz, 2011) de Lech Majewski

Para mi madre, claro. En Luna nueva no sale pero es la mar de maja.

La primera vez que oi hablar de esta película polaca fue hace bastantes meses que se anunciaba su estreno en el Museo del Prado con la presencia de su director. La madre de la que escribe se pasa horas y horas en dicho museo (sus hijos bromeamos cuando no sabemos dónde está: “seguro que se encuentra en su segunda casa”) así que ahí estaba. Y salió fascinada. Con la película y con el director. A ella la apasionan las historias que hay detrás de los cuadros y a mí las que me cuentan en el cine… Y a ambas la simbiosis entre cine y pintura, pintura y cine. Así que estaba deseando que fuera a verla. Y ahí que fui, cumplidora.

Más que una película, me pareció un ensayo de arte. No hay narración y sí reflexión. Si te acercas a ella sin saber que trata sobre un cuadro que de pronto resucita ante nuestros ojos quizá se entienda muy poco. Quizá el espectador se quede frío. Me recordó a los videoartes de Bill Viola. Por eso es importante antes de meterse en el cine empaparse del cuadro de Brueghel el Viejo, Camino al calvario. Quedarse con su composición. Observar el paisaje y los personajes que lo pueblan. Y que alguien (o el espectador mismo  a través de la lectura) te sitúe en la época que fue pintado. Países Bajos, Flandes, dominación española. Catolicismo férreo frente a la Reforma protestante. Y entonces el espectáculo visual (y los increíbles efectos digitales que hacen que el espectador ‘viva’ inmediatamente el cuadro) que está asegurado desde la primera imagen puede significar algo más.

Apenas hay diálogos sólo hay tres personajes que hablan (de una manera simbólica) y son precisamente los que tienen rostros de actores internacionales. Por una parte el propio pintor Brueghel el Viejo (con el rostro de Rutger Hauer), su mecenas Nicolas Jonghelinck (al cual da vida Michael York) y una campesina mayor que sufre, una mujer llamada María (con la cara hermosa de Charlotte Rampling). El pintor conversa con su mecenas y le descubre los motivos de su cuadro, los secretos, el porqué de la composición, los símbolos, los detalles, las metáforas, los significados. Sus cuadros eran alegorias religiosas o de mitología complejas. El mecenas charla con su esposa, siempre silenciosa, y sitúa al espectador en el periodo histórico. Y, María es el personaje simbólico. Una mujer del siglo XVI que sufre por su hijo que ha sido detenido y condenado a muerte… y con su historia y sus reflexiones vivimos un calvario igual que el de Jesucristo. Un calvario universal que muestra como en todas las etapas de la historia el calvario puede repetirse una y otra vez.

El polifacético director Lech Majewski (primera vez que me acerco a su trayectoria cinematográfica) apunta más al cerebro que al corazón. El molino y la cruz es un ejercicio intelectual que no busca la emoción sino la comprensión de cómo pudo ser el proceso de creación de un cuadro. Un análisis de lo que quizá quiso plasmar el creador, el pintor. Pero además Majewski recrea escenas que cobran vida y reflejan cómo podía ser la vida cotidiana en el momento en que el pintor creó su obra pictórica. Son escenas que transcurren durante un corto periodo temporal en el cual también se vive ‘el calvario’. Estas escenas cotidianas son perturbadas por los mercenarios vestidos de rojo y a caballo al servicio de los españoles que se dedican a sembrar el terror entre los ciudadanos y a llevar a cabo torturas terribles. También se refleja la dureza del catolicismo sobre aquellos que no siguen la doctrina…, ellos se convierten precisamente en los instigadores de otro ‘calvario’ cruel.

Así vemos cómo la plácida vida de una joven pareja de campesinos es truncada por estos mercenarios cuando someten al joven a una tortura horrible atándole en una rueda que elevan hasta el cielo (y que se convierte en un elemento simbólico del cuadro del pintor). O asistimos al despertar en un enorme e impresionante molino (el diseño de producción y arte es impresionante, el molino se encuentra en lo alto de una roca y es testigo de toda la escena y parte fundamental del cuadro) del molinero, su esposa y el ayudante. Un molino que tiene vida propia y que es una metáfora del que todo lo observa… También conocemos la cotidianeidad de una familia, la del propio pintor, que tiene una bella mujer (que también es modelo de sus cuadros) y un montón de hijos que nos deleitan con sus juegos.

Majewski cuida el detalle hasta la obsesión. El vestuario es exquisito y logra totalmente los tonos del cuadro (y es que el proceso fue laborioso para conseguir ese resultado en pantalla). Y cuida esos fondos creados digitalmente creando unas imágenes increíbles. El interior del molino es una joya arquitectónica… ese mecanismo que empieza a funcionar desde la mañana temprano, esa escalera interminable, las astas que empiezan a dar vueltas y es como si comenzara la vida. Se detienen en un momento y es cuando el tiempo se para y observamos el momento justo que captó el pintor. Brueghel creaba las alegorías de tal manera que lo más importante del cuadro queda oculto, no es lo más importante de la composición… Y por eso sus cuadros son tan especiales y característicos llenos de símbolos y metáforas que descubrir.

Al final el director nos saca del cuadro justo en el momento en que se celebra un círculo donde varios personajes danzan al son de la música, danza de vida, danza de muerte… Y nos muestra cómo el cuadro tiene vida propia. Está colgado en una pared de un museo de Viena. Pero como todos los cuadros, habla… y nos cuenta algo tal y como ha querido reflejar, de manera especial, Lech Majewski.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons