La quimera de oro (The Gold Rush, 1925) de Charles Chaplin… en el Teatro de la Zarzuela. Feliz 2014

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Sin duda Papá Noel tenía conocimientos de mis gustos cinéfilos y me regaló mi última proyección de cine de este año que acaba. Así ayer en una platea preciosa me dispuse a disfrutar de un espectáculo inolvidable. Y lo fue. Una enorme pantalla blanca: primero (porque Charlot cumple ya 100 años como personaje) el corto Kid auto races at venice, primera aparición del hombrecillo con bigotillo, bombín, bastón y grandes botas… Ahí ya es claro, es un superviviente, un luchador nato… y no nos va a dejar fácilmente. Después el mismo personaje, Charlot, nos hace recibir el nuevo año en una historia maravillosa que encierra no sólo carcajadas sino mucha sensibilidad, romanticismo y dosis de poesía, La quimera de oro.

Para añadir más magia al asunto: además de ver un teatro maravilloso lleno, los espectadores pudimos disfrutar de la música en directo gracias a la joven orquesta de la Comunidad de Madrid dirigidos por todo un especialista en devolver la música original a las películas silentes, Timothy Brock.

Y es que Charlot volvió a lograrlo. Repetiré muchas veces dicho verbo en este párrafo. Logró que en muchas escenas el público llorara, casi se atragantara de la risa. Logró que se emocionara en muchas otras y sintiera empatía y un cariño enorme hacia ese personaje que atrapa. Y por último logró que toda la platea aplaudiera y se pusiera en pie cuando por fin Georgia, la mujer de sus sueños, se iba con él.

Así que os felicito el 2014 con el baile de los panecillos de Charlot, con una deliciosa cena de bota con cordones, rodeados de nieve… y con canciones y danza en el saloon de turno. Y con su gesto y actitud ante la vida, de a pesar de los pesares, de las dificultades y obstáculos, seguir adelante siempre sin dejar de soñar, de caminar o con la capacidad de en un momento dado preparar una cena especial con ilusión, detalle y cariño… aunque nos quedemos sin invitados o recibamos el año solos mirando a los demás divertirse a través de una ventana. Mañana será un nuevo día…, lleno de sorpresas y posibilidades.

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Infierno en la ciudad (Nella città l’inferno, 1959) de Renato Castellani

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Según iban pasando imágenes de Infierno en la ciudad me venía a la cabeza otro drama carcelario femenino (también en nuestro viejo baúl de películas) dirigido en 1950, Sin remisión. Infierno en la ciudad es una de mis primeras incursiones en el cine del director italiano Renato Castellani y Sin remisión era otra indagación más en la carrera del director norteamericano John Cromwell. Así cada una de las películas se empapa del país donde vienen. Una es un drama carcelario italiano con influencias de un cine neorrealista con otro popular… donde cada una de las secuencias es una tragicomedia en sí. Y la otra es un drama carcelario americano que se deja llevar por el cine negro con gotas de melodrama y tragedia social. Ambas además arrastran un reparto de actrices femeninas maravilloso. Pero mientras la americana está al servicio de una impecable Eleanor Parker (recientemente fallecida), la italiana logra una película coral donde Anna Magnani (siempre Mamma Roma) y Giuletta Massina (también existió sin Fellini) son parte de un engranaje que avanza…

Así Infierno en la ciudad se convierte en el retrato cotidiano de una cárcel femenina a finales de los cincuenta. Delincuentes comunes que comparten celda y van sobreviviendo encerradas entre rejas. Para algunas es mejor lo que les ofrece la prisión, una habitación y comida, que lo que las espera fuera. Pero nunca pierden su capacidad de soñar o de imaginarse fuera. Así va pasando el tiempo… y conocemos a una anciana que se hace llamar La Condesa, a una mujer que se deja arrastrar por la locura que mató a su bebé, a una joven que no quiere volver a pisar la prisión de nuevo y que con un espejo logra captar lo que hay fuera e incluso enamorarse de un joven trabajador, Moby Dick… una reclusa enorme o a Egle (Anna Magnani), una mujer de fuerte personalidad y carácter, una líder: lo mismo la adoras en una escena por su solidaridad con las otras presas como en la siguiente la estamparías contra la pared porque su desesperación a gritos le hace cometer locuras diarias (dormir de día, despertarse de noche, cantar, discutir, pelearse y gritar sin parar…) o Lina (Giuletta Massina), una joven tímida, inocente y enamorada que entra en prisión y descubre otro mundo (¿mejor o peor?) u otra manera de ver la vida… una vida perra.

Renato Castellani refleja el día a día de las presas con las carceleras (las monjas), entre ellas, sus riñas y sus alegrías, su monotonía diaria y su lucha por la supervivencia o por no volverse locas, sus lágrimas y sus esperanzas, sus canciones o sus sueños. Así resulta una película dura pero vital. Un buen retrato coral con escenas que se quedan en la retina, difíciles de olvidar.

Y una de ellas, fundamental. Se podría incluso hablar de una ‘firma’ del género carcelario: cuando los presos asisten a una proyección cinematográfica. Y en Infierno en la ciudad las presas tienen su proyección. Y es un momento de alegría, que muestra la capacidad del cine para que el ser humano se deje llevar por el inconsciente y sentir algo parecido a la felicidad, sobre la importancia de la risa, de la evasión, de saltar los muros a través de las imágenes… Así como también era un momento catártico cuando los presos iban al cine en Los viajes de Sullivan, donde el protagonista descubría la importancia del cine cómico, en Infierno en la ciudad es un momento de alegría, de griterio, de salida de la rutina… una enorme pantalla blanca con su proyector en el patio de la cárcel… Y todas las mujeres asistiendo a una animada proyección…

Pero también es la oportunidad de deleitarse con un grupo de actrices, algunas desconocidas, que crean personajes de carne y hueso… y como no vibrar con la fuerza de una Magnani que se sale y una Massina con su aparente fragilidad… ambas nos dejan la huella de lo que significa ser tragicómicas de verdad. Creo que empezar con Infierno en la ciudad es una buena manera de iniciarse en la filmografía de Renato Castellani, otras sorpresas me esperan.

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Primavera en otoño (Breezy, 1973) de Clint Eastwood

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Hace relativamente poco pude ver la primera película que dirigió Clint Eastwood, Escalofrío en la noche (1971), en cuyo guion participaba Jo Heims. Y ahora me he enfrentado a su tercer trabajo como director… y ha sido una agradable sorpresa. Primavera en otoño cuenta una historia de amor. Pero ¿qué la hace especial, distinta y sorprendente? Nos encontramos con una de las películas más desconocidas de Eastwood. De hecho en el momento de su estreno fue un fracaso de taquilla… Y fue fracaso por propuesta desconcertante del director que la rodaba. Clint Eastwood todavía no era tomado en serio detrás de las cámaras, todavía nadie le consideraba un creador capaz y con una manera de narrar cinematográficamente, con una mirada distinta. Nadie podía creer que el chico duro, el de los spaguetis westerns, el de las películas de acción de Don Siegel… el controvertido y violento Harry el sucio… pudiera albergar y fuera capaz de plasmar una historia romántica con una sensibilidad extrema. Y una historia nada plana, delicada.

De pronto la estrella de cine de rostro impenetrable, el más duro, ofrecía una película de autor donde además él no aparecía como actor. Una historia íntima con música del realizador Michel Legrand y su segundo trabajo junto a la guionista Jo Heims (el primero fue Escalofrío en la noche). Clint Eastwood formaba parte del mapa de jóvenes realizadores que estaban cambiando el panorama cinematográfico en Hollywood, el nuevo cine americano… pero no fue tomado en consideración hasta muchos años más tarde. La película fue una propuesta atrevida del nuevo director y en consonancia con los tiempos que corrían… pero rápidamente sepultada.

Parece incomprensible que la estrategia del productor Robert Evans, Love Story (1970) de Arthur Hiller, tuviera un éxito sin precedentes… con una historia de amor que apelaba a la lágrima y bastante plana… y que tres años después Eastwood ofreciera una historia bastante más compleja, bien rodada y sin recurrir a recursos fáciles de lágrima y cursilería para contar una historia de amor más profunda… y sin embargo pasara sin pena ni gloria por la taquilla y quedara sepultada en el olvido.

Primavera en otoño cuenta de manera aparentemente sencilla la historia de amor entre un hombre cincuentón solitario, desencantado y con la vida resuelta y una adolescente hippie que ofrece y no pide nada a cambio, que se limita a vivir el presente… Dos personalidades con dos tipos de vida absolutamente diferentes, que de pronto se atraen y sienten que pueden construir una historia juntos. No sólo les separa la edad sino también las convenciones e hipocresía social, sus estilos de vida diferentes, la intolerancia y los prejuicios, el miedo a los nuevos tiempos… No se prometen amor eterno pero sí intentarlo y vivirlo con intensidad. Como muchos años después en Los puentes de Madison, Eastwood cuenta la historia de dos amantes incompatibles en sus formas de vida que tienen todas las papeletas para no poder estar juntos… y sin embargo viven su historia con intensidad y autenticidad. O no hace falta irse a su otra historia de amor por excelencia sino, por ejemplo, al El gran Torino donde refleja otro tipo de amor entre personas con diferentes pensamientos, orígenes y formas de vida. Eastwood muestra la complejidad de las relaciones humanas… donde nada es blanco o negro y donde el encuentro puede ser posible aunque no un camino fácil.

Así como suele ocurrir con el cine del director crea dos personajes creíbles en una historia que llega con una sensibilidad poco común y una sencillez que se agradece. Sin estridencias. Por otra parte dirige a sus actores protagonistas que se meten de lleno en sus personajes, componen unas personalidades que se complementan y consiguen traspasar con su química la pantalla. Cuenta con el rostro de un actor veterano, un maduro William Holden (maravilloso), desencantado y atractivo (que en un momento dado le dice a su joven enamorada que nunca se madura, uno simplemente se cansa) y una desconocida Kay Lenz que destila naturalidad y frescura.

Por el mismo año también se rodaba otra propuesta cinematográfica de John G. Avildsen (de las que he visto del realizador la que más me gusta y la que más merece la pena), Salvad al tigre, que narraba un día en la vida de un empresario maduro en crisis (magnífico Jack Lemmon)… donde el único momento en que lograba expresar lo que realmente sentía… también era en compañía de una joven hippy. Avildsen conseguía así el momento más auténtico y triste de la película. Mientras veía la película de Eastwood me vino a la cabeza la película de Avildsen y sus puntos de unión.

Primavera en otoño habla de dos personas muy distintas que de pronto pueden construir una historia común. No se sabe hacia dónde les llevará su idilio pero deciden intentarlo…

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Zapatilla de cristal, cenizas, un hada especial… y felices fiestas

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… Estos días por distintos motivos he visitado varias veces los fotogramas de dos Cenicientas. Por una parte La Cenicienta de Walt Disney y por otro La zapatilla de cristal de Charles Walters. Y varios asuntos han venido a mi cabeza y por eso quería con este cuento (y estas dos versiones cinematográficas) acompañar mis felicitaciones.

Me encanta este cuento porque el elemento ‘extraño’…, el zapatito de cristal, es fruto de una errata. Los zapatitos de Cenicienta eran de cuero, un material mucho más normal para un calzado. Pero una errata hizo que el significado de la palabra cambiara… y se convirtiera en un material extraño, mágico. Hermoso. Unos zapatitos de cristal.

… Así espero que un año que quizá no ha podido ser el mejor de los años (no hace falta más que escuchar a gente muy cercana o mirarse uno mismo o ver todos los días el telediario…)… pase al siguiente… y con una cualidad mágica, una errata de la que todos seamos responsables… que de pronto vivamos un año extraño y mágico. Extraño porque decidamos mirar, escuchar, quitarnos los miedos, echar una mano o dos (dejar que también nos la echen a nosotros), encontrar significado a palabras pasadas de moda o con mala fama (solidaridad, justicia, oportunidad, derechos, deberes, sueños, esperanza, análisis, crítica constructiva, mejora, pensamiento, cultura…). Y mágico porque de pronto deseemos, de corazón, otro mundo mejor y posible… (aunque el camino es largo y arduo, aunque sea fruto del esfuerzo y del trabajo, aunque no sea fácil porque somos muchos y todos muy diferentes…).

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De la película de Charles Walters me quedo con un personaje maravilloso. De nuevo nos encontramos frente a un hada madrina muy especial. No es un hada de cuento. Es una mujer anciana, ‘la loca’ del lugar donde vive nuestra Cenicienta. Una anciana que ha perdido la cordura, es otra marginada, como la joven cubierta de cenizas. Una anciana excéntrica que además es cleptómana, ella todo lo toma prestado y a todo le saca una utilidad. De lo inútil consigue lo hermoso. Nuestra hada madrina se llama Madame Toquet (magnífica Estelle Winwood) y le gustan las palabras bonitas como alféizar o tarta de manzana. Y solo cuando lo necesitas te deleita con filosofía casera. Ella, así como si nada y sin pedir nada a cambio…, consigue, de manera práctica, que Cenicienta logre su sueño.

Así que ¿por qué no? Convertirnos todos uno poco en Madame Toquet. Ser hadas y hados madrinos en lo que podamos y con quien podamos. Tener la suficiente locura como para intentar no sólo cumplir nuestros sueños sino ir un poco más allá. Aunque nos miremos a un espejo (que en Cenicienta hay varios) y digamos… pero ¿qué pretendo hacer? ¿Qué puedo hacer? ¿No tengo suficiente con lo que arrastro…? Compartir palabras bonitas y cuidarlas. Transmitirlas. Contar lo bueno que hayamos descubierto: un cuadro, un libro, un alimento, una charla, una canción, una película… Y tratar de buscar en un mundo gris, triste y oscuro, lo bello y hermoso. Y no solo buscarlo sino tratar de que salga a la superficie. No está mal ‘imitar’ un poco a Madame Toquet.

Y por último siempre me fascinó de La Cenicienta de Walt Disney, que fueran los ratones y los pájaros más pequeños los colaboradores de la protagonista a la hora de soportar el día a día. Que fueran ellos, los más insignificantes, los que quisieran ayudar más a Cenicienta para que lograra sus sueños. Que en una cadena lograran hacer grandes cosas. Como coser un bonito vestido para una fiesta.

Pues eso, aunque a veces nos veamos pequeños e insignificantes… hay ciertas cadenas (u ondas) posibles. Igual que hay cadenas para la corrupción o para transmitir todo lo malo… se pueden crear cadenas inversas de las cosas bien hechas, de poner toda la carne en el asador para que un buen proyecto salga adelante (aunque un grupo de personas sea muy distinto puede existir un buen objetivo común y quizá cada uno aportar el grano suficiente para que pueda llevarse a cabo… ¿así ha avanzado el mundo, no?).

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Bueno… he desbarrado un poco con Cenicienta de fondo. En realidad mi única intención era desearos una Feliz Navidad… con unas gotitas de magia.

Voy a quitarme la ceniza del rostro (como lo hace Leslie Caron).

Y busco dos ratones y una calabaza…

A las doce puede que empiece un nuevo día… o un nuevo año.

… Puede que aparezca una máquina de escribir… y continúe tecleando… sin descanso.

Besos a todos.

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Le Week-End (Le Week-End, 2013) de Roger Michell

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Un momento musical encierra toda la ‘poética’ de Le Week-End: dos hombres y una mujer mayores emulan el baile en el bar de Banda aparte (1964) de Jean-Luc Godard. Un momento lúdico que encierra toda una tragicomedia.

Hemos asistido a un fin de semana en París de un matrimonio británico (de Birmingham para más señas) que llevan treinta años casados… y rememoran su luna de miel. Ésa puede ser una primera lectura (el momento lúdico)… pero con lo que no contamos es con todo el bagaje sentimental que arrastran y la fragilidad (vulnerabilidad) en la que se encuentran en el momento en que deciden emprender el viaje (la tragicomedia). Se encuentran al borde del abismo. Así el espectador danza entre la sonrisa, la amargura y el desencanto de una pareja que lleva años juntos… que son capaces de amarse en un momento y odiarse al siguiente. De ser tiernos en un segundo o convertirse en seres fríos al instante. En consolarse y mirar lo bueno del otro o lanzarse cuchillos. En sostenerse juntos o dañarse con furia…

Así en un París deslumbrante Nick y Meg (emocionantes Jim Broadbent y Lindsay Duncan) arrastran sus inseguridades, amarguras, frustraciones y desengaños… pero también sus sueños, sus desvelos, su amor, sus pasiones, sus recuerdos… Y lo agitan todo mucho y como una botella de champán que se descorcha, sale la espuma, se derrama… y se sinceran. Las cartas sobre la mesa. Y hay amargura pero también ponen muchos recuerdos y sentimientos en la balanza y dan con la medida precisa. Un fin de semana que les sirve para caer al abismo, para creer que todo se ha derrumbado, que aquellos jóvenes rebeldes de los 70 (que querían cambiar el mundo) son ahora dos personas mayores inseguras, temerosas e insatisfechas… y para darse cuenta de que cuando parece que todo está perdido, quizá se pueda empezar de cero…

Y el que derrama la espuma del todo es un amigo de la universidad de Nick (¡bendito Jeff Goldblum) que les invita a una cena parisina… donde se abre la caja de Pandora.

Le Week-End es una película que exuda amargura e ironía y provoca la sonrisa pero también el desencanto. Rodada con una mirada elegante y con clase (como dice en un momento el personaje de Nick a Meg… que es una mujer con clase) somos testigos de la intimidad de un matrimonio. En un fin de semana se condensa toda una vida, tragedia y comedia. Merece la pena escuchar a Nick y a Meg. Así de nuevo el dúo profesional de Roger Michell con el guionista Hanif Kureishi vuelven a sorprender con una historia bien contada, con instantes para recordar (antes ya habían trabajado en dos largometrajes: The mother y Venus —con el recientemente desaparecido Peter O’Toole—) y con otra mirada sobre la vejez.

Escuchemos la ‘banda sonora’ de fondo (Un Claro de luna con canción de Bob Dylan…), tomemos champán en un balcón junto a la torre Effiel o fumemos un porro en compañía de un adolescente tan solitario como nosotros, demos un discurso en un mesa sobre el miedo que tenemos a lo que nos queda de vida y bailemos en un bar… cuando todo esté perdido ¿o quizá no?…

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Mi semana con Marilyn (My week with Marilyn, 2011) de Simon Curtis

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Mucho se ha escrito sobre Marilyn Monroe. Mucho bueno, mucho malo. Y bueno y malo empleándolo en el sentido de libros respetuosos con su figura y trabajo como actriz así como analizando la mitología alrededor de su persona y libros que han hurgado en lo morboso o en aspectos íntimos y personales de una mujer que a nadie le hubiese gustado (ciertos o no) que hubiesen sido aireados ante el mundo. Luego están los libros de aquellos que estuvieron, aunque fuera solo unos días, con ella… pero lo contaron. Y entre esos libros (que también son numerosos y también las calidades y verosimilitudes varían) se encuentra el de Colin Clark (libro que no he leído): que rememora su ‘semana con Marilyn’ cuando él era un joven de 23 años, de buena familia y muy bien relacionado, que ama el cine y el mundo que lo rodea y consigue su primer trabajo como ‘tercer ayudante de producción’ en la nueva película de Laurence Olivier en Gran Bretaña, El príncipe y la corista, cuyo rodaje transcurrió en el verano de 1956.

Y el debutante Simon Curtis (sus anteriores trabajos han sido para la televisión) no dirige un simple biopic o un telefilm para pantalla grande, sino una correcta y delicada película sobre un periodo determinado en la vida de Monroe. Un relato cinematográfico que se construye desde la nostalgia y la mirada de un chico que ama el cine y respeta (y entiende más que otros) el elemento trágico de la actriz. Un joven que se enamora como si fuera el primer amor y se acerca algo a Norma Jean y que entiende que Marilyn Monroe es un personaje creado. Así la película se mueve en dos tramas muy bien unidas en las que el joven Clark es un testigo de excepción: por una parte la tierna pero también dolorosa relación (sobre todo para el joven) que se establece entre los dos y el tenso rodaje de El príncipe y la corista donde chocaron dos egos y dos formas de entender la interpretación muy diferentes. La lucha de egos entre Monroe y Olivier.

Así Mi semana con Marilyn es una película sobre la nostalgia, el recuerdo y la memoria que regala un bonito y complejo retrato de la artista (Michelle Williams consigue darle coherencia y meterse en su esencia) donde se marcan sus luces y sus sombras. Por otra parte surgen pinceladas de todos aquellos que la rodeaban que alimentaron sus inseguridades, no pudieron ni supieron ayudarla (como su marido en aquel momento Arthur Miller) o se preocuparon de mantener en pie (a base de medicamentos u otros métodos) a la gallina de los huevos de oro. También se refleja la consternación de Olivier (Kenneth Branagh) que se siente incapaz trabajar y comprender a Monroe pero que reconoce su poder innato frente a la pantalla de cine. Quizá el personaje que más choca o menos logrado (era una personalidad demasiado fuerte y también trágica… hubiera dado para otra película) es el de Vivian Leigh (con el rostro de Julia Ormond).

Simon Curtis ofrece una dirección elegante donde prima la luminosidad y la sensación de estar ante un relato nostálgico y subjetivo de un joven que se deja cegar y dañar por los encantos y también por la tragedia interior de la estrella que admira en la pantalla blanca. Descubre a la mujer tras Marilyn Monroe, la insegura, a la que dañan, la vulnerable pero que se oculta tras una estrella que es brillante, sexi, manipuladora, fuerte y que sabe lo que le gusta y ama: que una pantalla la refleje.

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The fighter (The fighter, 2010) de David O’Russell

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Uno de los ensayos que me han parecido más curiosos y que me he leido este año ha sido Del boxeo de la autora Joyce Carol Oates. Y me ha gustado porque de alguna manera me ha ayudado a analizar una contradicción en mis gustos y forma de ser. Odio la violencia. Jamás iría a un combate de boxeo. De hecho jamás he ido a uno… Sin embargo reconozco que me gustan y me llaman la atención las películas que versan sobre el boxeo u otras disciplinas de lucha. Y he visto bastantes. Así una de las películas que más me gustó el año pasado fue De óxido y hueso donde uno de los protagonistas se dedicaba a las luchas clandestinas y había combates cuerpo a cuerpo muy bestias. Me suele interesar el personaje del boxeador, que además suele tener un halo de perdedor, o mejor dicho su trayectoria es desde lo más humilde hasta lo más alto del éxito hasta una caída profunda. Puede volver a resurgir o caer definitivamente.

Así me detengo en varias frases del ensayo:

“Si un combate de boxeo es una historia, es siempre una historia caprichosa, una en la que cualquier cosa puede suceder. Y en cuestión de segundos. ¡En fracciones de segundos! (…) En ningún otro deporte pueden ocurrir tantas cosas en tan breve lapso, ni de modo tan irrevocable”.

“Se juega al fútbol, no se juega al boxeo”.

“Si no se puede golpear, por los menos se puede ser golpeado, y saber que todavía se está vivo”.

“(…) El drama de la vida en la carne. El boxeo se ha convertido en el teatro trágico de los Estados Unidos de América”.

Podría escribir muchas más frases de este ensayo brillante… pero las elegidas encajan en la película del realizador David O’Russell, The fighter. Y es que nos narra la historia de Micky Ward El irlandés (Mark Wahlberg) y su hermanastro Dicky Eklund (Christian Bale). Dos boxeadores. Micky Ward trata de convertirse en un campeón del boxeo y le entrena Dicky que arrastra una leyenda de ex boxeador que venció a Sugar Ray, el campeón del mundo, pero que su vida ha ido deslizándose por un tobogan de drogas. O’Russell, como en la posterior El lado bueno de las cosas, presenta a unos seres humanos imperfectos, una familia bastante disfuncional, y sin embargo, lo agita todo para demostrar que dentro del teatro trágico de los Estados Unidos de América puede darse una historia de momentos felices, de supervivientes que pasan su día a día lo mejor que pueden. Y personajes golpeados una y otra vez que todavía están vivos y O’Russell les regala buenos instantes. Sus personajes se equivocan pero también aman. Y con ese amor a veces tienen la fuerza suficiente para volver a levantarse, una y otra vez. Los personajes de O’Russell no juegan, como no se juega en el boxeo, pero tratan de mantenerse en el ring.

Las historias que cuenta O’Russell (y cómo las cuenta) son caprichosas, unas en las que cualquier cosa puede suceder… Parece que nos va a contar una historia de perdedores y de otra familia disfuncional más y de pronto se convierte en una historia de amor fraternal donde lo que importa es que se tienen siempre el uno al otro. Aunque a veces parezca una carga… y otras esa mitad que no puede faltar en tu vida aunque te duela una y mil veces. Todos los personajes de The fighter son imperfectos, muy imperfectos. Todos saben que la vida no es un juego. Ninguno lo tiene fácil. Ni la madre manager, ni la novia camarera… ni los hermanos… Ninguno. Y puedes pensar qué mierda de vida… pero ninguno deja de luchar o de aspirar a vivir un buen momento.

Micky Ward recibe los golpes en en el ring como los recibe en la vida. Uno detrás de otro. Pero tiene una paciencia infinita. Y sobre todo sabe a los que quiere tener a su lado… aunque parezca que le quieran hacer la vida imposible o se aprovechen de él. Y después de esa paciencia que le hacer recibir lluvia de golpes… De pronto, cuando todo parece perdido… pega un puñetazo en el cuerpo del otro, en el riñón, y tumba a su contrincante o al problema que parece no tener solución posible. Y luego está su hermano Dicky, yonqui con ángel (y existen… Christian Bale se transforma en uno) que a la vez que destroza a los que quiere también los arropa y sabe hacerse imprescindible… Y con una sonrisa y algo de labia pero sobre todo acciones trata de enderezar una y otra vez su vida y la de los otros, la de la gente que le importa. Y es que a Micky Ward le pesa su hermano, lo lleva en la chepa, pero a la vez que nadie le toque un pelo… y a la vez nunca pierde su admiración hacia su hermano mayor.

O’Russell crea así una película caprichosa donde mezcla un tono de documental amateur (cintas caseras de cuando eran niños los protagonistas) con un realismo austero de héroes anónimos y perdedores para terminar en una fábula, con garra y nervio, sobre supervivientes que se niegan a caer. Personajes atractivos (como el de la madre con el rostro de Melissa Leo), combates, traiciones familiares, amores… con todos los ingredientes para una tragedia sobre perdedores que se convierte en una fábula sobre dos hermanos que se quieren y sobreviven a los golpes de la vida.

Con The fighter, O’Russell no crea una película perfecta o redonda, sino como pasaba con El lado bueno de las cosas, irregular pero regalando buenas historias a personajes creíbles y auténticos. Personajes golpeados, muy golpeados, pero que este director les quiere dejar ser protagonistas de días felices, de días buenos. Les deja una victoria en el ring de una vida que no es fácil.

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Diccionario cinematográfico (206)

elconsejero

Abogados: profesión también muy cinematográfica y mil veces visitada en una ristra de fotogramas. Abogados y abogadas abnegadas, amantes de su profesión. Cansados, exitosos, fracasados… Abogados que cruzan la senda y se corrompen. Abogados y su vida cotidiana. Abogados ante dilemas morales. Abogados ante la sala de juicios… Y un montón de buenas películas.

El último abogado que he visto en la pantalla ha sido en El Consejero, anómala pero interesante película del denostado Ridley Scott, con rostro de Michael Fassbender. Un abogado que arrastrado por la codicia y por querer alcanzar una vida de lujo junto a la mujer amada, termina metido con uno de sus clientes en un negocio de drogas de funestas consecuencias. Así pasa del éxito, la seguridad y un futuro brillante a una caída en picado, al sudor, a la lágrima y el vómito…

Y es que la corrupción ha dejado a abogados que se salieron con la suya o terminaron con el peor de los finales. Un recuerdo para tres de ellos: el abogado cocaínomano con rostro de Sean Penn en mi amada Atrapado por su pasado de Brian de Palma. A un Humphrey Bogart, cuando todavía no tenía roles de protagonista pero ya apuntaba maneras, como abogado corrupto y malvado que arrastra a James Cagney por el mal camino en Ángeles con caras sucias de Michael Curtiz. O un John Garfield, abogado que trabaja para un hombre que se ha enriquecido y se enriquece gracias al negocio ilegal de las apuestas clandestinas… en una joya olvidada como La fuerza del destino de Abraham Polonsky.

Pero al otro lado se encuentran abogados que aman su profesión y llegan también a situaciones extremas precisamente por tratar de ejercer correctamente su profesión. Y el abogado profesional e idealista por excelencia es Atticus Finch con el rostro de Gregory Peck en Matar a un ruiseñor de Robert Mulligan. Y su defensa a ultranza de un inocente, un hombre negro, en un caso complejo en una sociedad sureña y racista. Y este mismo actor se convertiría también en abogado enamorado capaz de saltarse reglas de su profesión por defender a la mujer que le hace perder la cabeza en una de las películas más románticas y menos comprendidas de Alfred Hithcock, El proceso Paradine.

Otro abogado que ejerce con profesionalidad su labor y que bajo su apacible apariencia de cordero se esconde todo un león que ruge en la sala de juicios es un maravilloso y ambiguo James Stewart en Anatomía de un asesinato de Otto Preminger. Que además filma uno de los enfrentamientos más emocionantes y tensos entre un abogado y un fiscal.

Pero hay un abogado criminalista londinense difícil de olvidar, que arrastra serios problemas de salud pero sabe que un buen caso es lo que le devuelve la vida… Es perro viejo que no pierde la capacidad de sorprenderse por los seres humanos a los que defiende. Y perro viejo que descubre que no se las sabe todas… Tiene el rostro de Charles Laughton y vive en una película que no te cansas de ver, Testigo de cargo de Billy Wilder.

Después está el desencantado y alcohólico que sin embargo vuelve a renacer como un ave fénix cuando se encuentra ante un caso de flagrante injusticia. En principio un caso rutinario y por dinero… se convierte en una oportunidad de recuperarse como persona y profesional. El rostro desencantado y cansado de Paul Newman regala una buena película como Veredicto final de Sidney Lumet.

Y también hay abogados y abogadas que se encuentran ante complejos dilemas morales. Uno de los más impresionantes es el que vive la abogada con rostro de Jessica Lange en La caja de música de Constantin Costa-Gavras. Una prestigiosa profesional que ejerce en EEUU tiene que defender a su padre húngaro de una acusación de ser un criminal de guerra en la Segunda Guerra Mundial. En un principio está segura de que es un error burocrático…

Por supuesto también en el mundo de la abogacía entra el humor y la guerra de sexos y el mejor ejemplo nos lo da George Cukor con La costilla de Adán donde un matrimonio de abogados (Spencer Tracy y Katherine Hepburn) se enfrentan en los juzgados (y afecta a su vida cotidiana) en un caso determinado: una mujer que ha disparado fallidamente para matar a su marido y a su amante.

También los abogados protagonizan trepidantes intrigas, que se lo digan a la abogada de oficio (cansada muy cansada) con rostro de Cher que le asignan en el último momento, antes de tomarse unas necesitadas vacaciones, la defensa de un sin hogar implicado en un asesinato. Así tenemos Sospechoso de Peter Yates donde todo no es tan fácil ni tan claro como parece…

¿Cuál será el siguiente abogado o abogada que aparezca en nuestras pantallas…?

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De tal padre tal hijo (Soshite chichi ni naru, 2013) de Hirokazu Koreeda

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¿Cómo tratar un tema complejo y muy delicado con una sensibilidad extrema?… Tan solo hay que pedirle a Hirokazu Koreeda que cree el conflicto y que aporte su mirada.

De tal padre tal hijo plantea un montón de preguntas y ofrece sus propias respuestas o a veces sólo plantea cuestiones. ¿Qué es ser padre? ¿Cómo es la paternidad? ¿Hasta qué punto es importante la sangre o más el roce y el cariño?

… ¿Cuál es el conflicto De tal padre tal hijo? Un arquitecto volcado en el trabajo y obsesionado con el éxito vive con su esposa y su hijo de seis años. Sutilmente se plantea que Ryoata, el protagonista, quiere a su hijo pero siente que es débil para enfrentarse a un mundo competitivo. Y, de alguna manera, sabemos que el niño adora a su padre y es consciente de los sentimientos paternos. De pronto una llamada del hospital donde nació su hijo cambia todo. Los responsables del hospital explican que hubo un error y que su hijo fue cambiado por otro. Así el matrimonio entra en contacto con la otra familia afectada, muy diferente en estatus social y económico a la suya. Y el dilema es: ¿intercambiarán las familias a los niños? ¿Cómo lo llevarán a cabo? ¿Cómo afectará a los niños? ¿Y a los padres y demás miembros de la familia…?

Y Hirokazu Koreeda realiza una película que plantea todas estas cuestiones desde una sensibilidad extrema y lleva al espectador de la mano a un abanico de emociones y reflexiones. Con su elegancia habitual Koreeda refleja los ambientes, la vida de la ciudad. Conocemos las casas de las dos familias y cómo viven. Nos movemos por las calles, por sus medios de transporte, por los lugares de trabajo…

Koreeda salta por los dos mundos familiares y los une en el centro comercial, en las reuniones con los responsables del hospital o en una excursión en el campo… Y va creando las interrelaciones nuevas. A veces solo con miradas o pequeñas acciones. Entre los dos padres. Entre las dos madres. Los propios niños. Los abuelos… Una red compleja de relaciones y de formas de encarar y entender la situación.

Y aunque al que más remueve (más que remover, cambia) todo el asunto es a Ryoata, el arquitecto… Koreeda, de forma suave (tal y como mira) pero sin eludir los temas duros, va mostrando los sentimientos y emociones de todos sus personajes… y de nuevo vuelve a crear un retrato delicado y emocionante de la infancia. Cómo capta la mirada de los niños, sus ocurrencias, sus silencios, sus preguntas… sus pensamientos y emociones.

Así son los niños los que se van apoderando poco a poco De tal padre y tal hijo y con su naturalidad y comportamiento darán más de una respuesta a los adultos…, a veces perdidos o sin atreverse a decir o hacer lo que piensan. Y es esa naturalidad la que mece la película y su resolución.

El espectador sólo debe dejarse llevar y disfrutar de las miradas, los silencios, los paseos, los juegos…, escuchar los diálogos precisos y los conflictos que esconden, detenerse en los rincones de las casas, en los objetos… Y quedarse prendado de la mirada sensible de un niño con unos ojos grandes que nos dice todo… aunque esté en silencio. O quizá dejar asomar una lágrima contemplando unas fotografías… O una sonrisa ante una pregunta…

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Compositores y directores… hasta el fin de los tiempos

La Strada

Una de las simbiosis más hermosas en el mundo del cine es la que se produce entre un director de cine y un compositor de música determinado. A raíz de recordar la relación profesional entre Krzysztof Kieslowski y Zbigniew Preisner en el post anterior… descubrí que me apetecía escribir sobre otros dúos de la misma índole que cuentan de otra manera la historia del cine.

De estas uniones han nacido imágenes y notas musicales inolvidables. Ocurre que a veces un director de cine descubre que un compositor también cuenta la historia que quiere reflejar con una partitura. Y que la unión entre lo visual y lo musical construye grandes momentos de creación artística. Detrás de estas simbiosis hay historias de amistad o de relaciones profesionales inquebrantables. Dos sensibilidades que chocan (y se complementan) y generan una obra cinematográfica que ubica una inspiración mutua…

Así si nos viene a la cabeza el nombre de Federico Fellini (últimamente muy nombrado por los ecos a su cine que se encuentran en la nueva película de Paolo Sorrentino, La gran belleza) escuchamos irremediablemente las melodías de Nino Rota. Y recordamos la triste balada de Gesolmina en La Strada, el sonido de las calles de Roma en La Dolce Vita, la melodía circense porque la vida debe continuar pase lo que pase de Fellini Ocho y medio o sabemos cómo suenan los recuerdos en Amarcod. Pero además compuso también el universo felliniano de El jeque blanco, Los inútiles, Alma sin conciencia, Las noches de Cabiria, Giulietta de los espíritus, Satiricón, Los payasos, Roma, Casanova y Ensayo de orquesta.

Si pensamos en Sergio Leone, automáticamente escuchamos a Ennio Morricone. Y nos envuelve una música que empapa los espagueti westerns con el rostro de un hombre duro, Clint Eastwood y compañía en parajes desérticos. Así recordamos Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio o El bueno, el feo y el malo. O de pronto nos llega la armónica de Hasta que llegó su hora y el tema de amor de Érase una vez en América, una banda sonora hermosísima de principio a fin.

Hitchcock estaba muy unido a la música de Bernard Herrman… que contribuía al suspense y a crear un mundo sonoro muy especial. Su colaboración empezó en la década de los cincuenta con el divertimento de Pero ¿quién mató a Harry? Pero a partir de ahí regalaron música e imágenes inseparables como el momento de clímax en el teatro de El hombre que sabía demasiado. O el romanticismo fantasmal de Vértigo.  El entretenimiento y la aventura en Con la muerte en los talones. La mezcla de terror y lo siniestro en Psicosis y Los pájaros. O los turbios recuerdos en Marnie, la ladrona.

… Cuando oímos la melodía de la pantera rosa, además de sonreír y de darnos ganas de andar de puntillas, nos golpean suavemente la memoria dos nombres: Blake Edwards y Henry Mancini. Y no sólo crearon imágenes y música para las aventuras y desventuras del inspector Clouseau sino que dejaron el romanticismo de Desayuno con diamantes o la tragedia de Días de vino y rosa, mezclado todo con la locura de El guateque o con el homenaje a la comedia y a la aventura de La carrera del siglo. Y juntos bailarían al compás de éxitos como 10, la mujer perfecta o ¿Victor y Victoria? O Darling Lili que compartieron junto a Julie Andrews (pareja de Edwards).

Steven Spielberg sigue trabajando con John Williams… Spielberg empezó su carrera con Williams. Su mundo sonoro coincidía con lo que él quería contar y ya desde los setenta con Tiburón fue su músico de cabecera. Así todos tarareamos las notas de ET o Indiana Jones… y unimos esas melodías a sus personajes. Nos emocionamos hasta llorar con el violín de La lista de Schindler. Y creemos descubrir a los dinosaurios en Parque Jurásico.  Y en sus últimas películas Caballo de batalla o Lincoln sigue sonando la música épica de John Williams.

… Y ésta es, de nuevo, una historia interminable. Hay algunas uniones (de años y años) que a lo mejor no son tan conocidas entre los espectadores pero sí podemos evocar atmósferas, imágenes, sonidos… Y es lo que ocurre con el canadiense David Cronenberg y su compositor de cabecera, Howard Shore. Los dos han trabajado juntos en prácticamente todas las películas: desde finales de los ochenta hasta Cosmópolis. Los dos han estado presentes para crear un ambiente en Cromosoma 3 o La mosca pasando por Madame Buttefly o en Spider, Una historia de violencia y Promesas de Este.

Las simbiosis entre directores de cine y compositores son como una especie de unión mágica que deja no sólo dúos inolvidables sino un reguero de películas para mirarlas y escucharlas de otra manera… Es otra historia.

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