Redescubriendo clásicos (5). Barreras invisibles (Invisible Stripes, 1939) de Lloyd Bacon / El camino del pino solitario (The Trail of the Lonesome Pine, 1936) de Henry Hathaway

Barreras invisibles (Invisible Stripes, 1939) de Lloyd Bacon

En Barreras invisibles dos amigos con amistad leal y transparente se nos presentan de una manera muy especial… En la ducha antes de conseguir la libertad.

Lloyd Bacon se pone al frente de una entretenida historia con un montón de detalles que enriquecen la propuesta. Es un largometraje con tintes sociales, habituales en la Warner, y con dos potentes tramas principales: una de amistad y otra fraternal. Es una película con apariencia de puro cine de gánsteres, en su ritmo y personajes, pero con mucho más fondo.

Barreras invisibles está muy bien contada y tiene un reparto, sobre todo masculino, del que se extrae mucho jugo. El trío protagonista está formado por dos tipos duros y un joven actor en ciernes que tardaría en alcanzar el estrellato, pero que desde sus primeras apariciones dejaba ver su versatilidad y carisma. George Raft, Humphrey Bogart y un jovencísimo William Holden se empapan de tres personajes que dan rienda suelta a un montón de emociones por parte del espectador.

La historia arranca con la salida de la cárcel después de una estancia larga de dos delincuentes: Cliff Taylor (George Raft) y Charles Martin (Humphrey Bogart). Ya dice mucho la manera de presentarlos. Dándose una ducha, totalmente desnudos para todos, mostrando una amistad basada en la confianza mutua y en la transparencia. Toman caminos diferentes, pero no se traicionarán y serán leales el uno al otro. Cliff trata de incorporarse a la sociedad buscando un trabajo honrado. Charles sabe que no tiene oportunidad alguna y no duda en que va a delinquir de nuevo.

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Redescubriendo clásicos (4). 36 horas (36 Hours, 1965) de George Seaton /La llave (The key, 1958) de Carol Reed

Estas dos películas no son redondas, pero proponen dos miradas diferentes hacia la Segunda Guerra Mundial, cuentan con unos repartos atractivos y además tienen momentos de buen cine, sobre todo porque atrapan durante su visionado. Es una manera de valorar las labores en la dirección de dos realizadores, George Seaton y Carol Reed, de los que no se suele hablar o escribir en exceso (un poco más reconocido Carol Reed, sobre todo porque es recordado por El tercer hombre).

36 horas (36 Hours, 1965) de George Seaton

Una trepidante aventura de espionaje bajo la dirección de George Seaton.

36 horas es una entretenida película de espías, donde no molesta nada lo inverosímil del relato. Te atrapa tanto, que te metes de lleno en la trampa. La idea parte de un relato corto de Roald Dahl, Cuidado con el perro, que luego se adapta libremente. George Seaton ya había mostrado su buen hacer con el cine de espías con Espía por mandato y aquí vuelve otra vez a deleitarnos con una propuesta ingeniosa.

La premisa es muy curiosa y te va atrapando desde el minuto uno. Tan solo quedan unos días para el desembarco de Normandía y los altos cargos militares de los servicios de inteligencia americanos están preocupados por si los servicios de espionaje alemanes logran finalmente dar con sus planes y con la fecha prevista. Uno de los oficiales viaja hasta Portugal, como si estuviese haciendo su trabajo habitual, para no levantar sospechas, pero una vez allí es drogado y secuestrado por los alemanes. ¿El motivo? Montan un dispositivo increíble para que el oficial crea al despertar que está en un hospital militar americano y que hace ya unos cuántos años que ha terminado la guerra, pero que sufre un tipo amnesia del que se está recuperando.

De esta manera y ganándose su confianza la enfermera que le cuida y el doctor que le trata, pretenden sonsacarle toda la información posible sobre los planes para el desembarco de Normandía. Pero nuestro oficial poco a poco va percibiendo algunos detalles que le van haciendo dudar y la aventura ya está servida.

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10 razones para amar El coloso en llamas (The Towering Inferno, 1974) de John Guillermin, Irwin Allen

Razón número 1: El coloso en llamas, un recuerdo de infancia

Hay dos películas del género de catástrofes donde me recuerdo a mí misma frente al televisor, siendo una niña, con los nervios a flor del piel. Dos largometrajes que se te quedan grabados para siempre, pero que además vuelves a revisitar años después, y su encanto perdura. Así que vas descubriendo que funcionaron y funcionan por muchos motivos.

Posteriormente cuando las he ido analizando, se descubre cómo las dos tienen los mismos ingredientes y una forma de contar determinada: repartos estelares de estrellas del momento y rescate de nombres del pasado; presencia de niños; pareja de ancianos, sacrificios de los héroes; villanos, que además tienen que ver con la catástrofe que se origina; instinto de supervivencia a flor de piel; mezcla de tramas con historias íntimas y personales de los supervivientes y las víctimas; héroes y cobardes; muertes lloradas y otras que se visten de “castigo” moral; arquitecturas increíbles (barco, rascacielos, aeropuerto…); trama basada en cómo y cuántos van a salvarse…

No obstante, abrieron las dos la veda a este tipo de largometrajes en los setenta (siendo la película fundacional Aeropuerto de George Seaton), así que se convirtieron en pioneras de una forma de presentar dicho género. Una es la que hoy justifica el texto, El coloso en llamas (The Towering Inferno, 1974), y la otra es La aventura del Poseidón (The Poseidon Adventure, 1972) de Ronald Neame.

Razón número 2: Cine de catástrofes

El cine de catástrofes siempre ha estado presente a lo largo de la historia del cine, aunque sí es cierto que durante los setenta hubo un aluvión de títulos y una cierta moda del género. Pero desde el cine mudo hasta la actualidad, la representación de la catástrofe por incendio, terremoto, volcán, tsunami o lluvia que todo lo arrasa nunca ha faltado. En el cine americano se ha ligado la catástrofe con un sentido de la espectacularidad y la emoción a flor de piel. Para ser cine puro y duro de catástrofes, como el largometraje que nos ocupa, la trama tiene que girar alrededor de la catástrofe en sí, además de tener una duración considerable.

Por ejemplo, para entender la evolución del género, en una película como San Francisco (San Francisco, 1936) de W.S. Van Dyke, el terremoto es una excusa más para una historia romántica y melodramática, apenas dura metraje, aunque se trabaja la espectacularidad. Sin embargo, lo central de El coloso en llamas es el incendio, es decir, sin catástrofe no hay historia.

Razón número 3: Paul Newman y Steve McQueen

Una de las principales bazas de la película era ver juntos a Paul Newman y Steve McQueen. El primero es el arquitecto del rascacielos, Doug Roberts, y el segundo el jefe de los bomberos, O’Halloran. Roberts y O’Halloran no tienen más remedio que colaborar juntos para tratar de salvar vidas. Los dos poseen conocimientos que el otro no tiene (uno, conoce perfectamente la estructura del edificio y el otro tiene los medios para poder salvar vidas). Y la química entre los dos héroes funciona en la pantalla. De hecho, no dudan en sacrificarse por todos para realizar un último intento para apagar el fuego y tratar de salvar más vidas.

Paul Newman y Steve McQueen eran poderosos en el star system de esos momentos, seguían teniendo el suficiente tirón como para que el público acudiera a verlos. La película gana con el carisma que desprenden. Era la época en que los actores sabían que tenían el poder, pues dependía de su tirón el éxito de taquilla, y el sistema de estudios clásico ya había caído luego contaban con más poder de decisión. No obstante, parece ser que no hubo armonía entre las dos estrellas en los platós, y que fue un rodaje de roces.

Creo que el personaje más complejo y atractivo de El coloso en llamas, el que sale ganando, es el del arquitecto, pero porque tiene más aristas y ambigüedades. El personaje de McQueen es efectivo, pero sin sombras, más plano: es el bombero que lucha hasta el final para realizar bien su trabajo, pero nada más sabemos de él además de que es bueno en su trabajo.

Los dos personajes logran una camaradería final que además deja la puerta abierta para una colaboración necesaria (aportan un mensaje): la cooperación, cuando se levanta un rascacielos o cualquier tipo de construcción, entre arquitectos y servicios de emergencia, para construir edificios seguros, donde ante un posible hándicap, todo esté estudiado desde el principio (medidas de seguridad, salidas y entradas de emergencias, dispositivos disponibles, los mejores materiales para evitar, por ejemplo, que los edificios ardan rápidamente…).

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Diccionario cinematográfico (233). Gafas II

Las gafas de Extraños en un tren.

Hace muchos años realicé la primera parte. Ahí hablaba de las gafas de Harold Lloyd (¿sería el mismo sin ellas?), de las de Clark Kent antes de convertirse en Superman o las de Lolita en forma de corazón. Y es que hay gafas icónicas. ¿Identificaríamos a Harry Potter sin ellas? Sin duda, son un objeto totalmente cinematográfico.

Cuando da clases como un tímido y apocado profesor de universidad, Indiana Jones se pone unas gafas redondas. O el álter ego de Woody Allen al igual que él las lleva en todas sus películas, faltaría algo si no las tuviese.

Alfred Hitchcock rueda uno de sus asesinatos más tremendos a través del cristal de unas gafas de la víctima en el suelo en Extraños en un tren. O en Impacto criminal de Richard Fleischer, estas se convierten en todo un símbolo, en un detonante y en una duda durante un juicio.

¿Veríamos a Audrey Hepburn igual sin sus gafas de sol chic en Desayuno con diamantes o en Dos en la carretera?¿Hubiesen sido tan icónicos los protagonistas de Reservoir dogs sin ellas?

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Píldoras de cine: Clark Gable… y las rubias platino, Hitchcock/Truffaut, Sidney Lumet… y Dos hombres contra el Oeste

1.-Clark Gable… y las rubias platino

Tierra de pasión

Después de volver a visionar Tierras de pasión (Red Dust, 1932) de Victor Fleming, segunda película que rodaron como pareja cinematográfica, y descubrir la última en la que trabajaron juntos, Saratoga (Saratoga, 1937) de Jack Conway, se puede comprobar la química existente entre Gable y la rubia platino de moda en los años 30, Jean Harlow. Mientras la sensual y políticamente incorrecta Tierras de pasión (el antecedente de la popular Mogambo de John Ford), les presenta a los dos como sex symbols y ambos se comen la pantalla y rezuman sexo en cada aparición (también sentido del humor e ironía), la fallida Saratoga los presenta en ciertos momentos como pareja cómica y cómplice (durante su rodaje falleció Jean Harlow…, de hecho no pudo terminar de rodarla y hay varias escenas de una rubia de espaldas o a la que apenas se la ve el rostro), con mucha química y sensualidad a rastras. Mientras que en la primera reflejaba la relación entre una mujer de mala vida y el jefe de una plantación de caucho en tierras exóticas, la segunda mostraba la relación entre un corredor de apuestas de caballos y una señorita bien con ganas de seguir subiendo en el escalafón social, pero decentemente.

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Descubriendo a Robert Wise. Nadie puede vencerme (The set up, 1949)/La torre de los ambiciosos (Executive Suite, 1954)

Hay directores a los que se les recuerda por sus películas más populares y así quedan más ocultas grandes obras de su filmografía. A Robert Wise se le suele descubrir por West side story y Sonrisas y lágrimas, dos películas de género musical. Pero de pronto indagando un poco en su obra cinematográfica, surge uno de esos directores de Hollywood que dominan el lenguaje visual y saben aplicarlo a todo tipo de géneros: buen cine negro, drama, terror o ciencia ficción. Así van surgiendo otras películas por las que se le identifica como Ultimátum a la tierra o La mansión encantada. Después empiezas a fijarte en grandes dramas que llevaban su firma como ¡Quiero vivir! O Marcado por el odio. Y según vas indagando, descubres verdaderas joyas en su legado u otras que te demuestran que su puesta en escena y su dominio de la narración cinematográfica es total. Como las dos películas que conforman esta sesión doble.

Nadie puede vencerme (The set up, 1949)

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Siempre los créditos te aportan y te descubren información interesante. Así The set up es la adaptación de un poema narrativo de Joseph Moncure March. Y aunque no conozco ese poema original (donde además el protagonista es un boxeador negro), si destaco este punto es porque la película, en cierto modo, es un poema visual sobre la figura del perdedor. No hay más que leer el nombre de algunos locales decadentes de esa plaza donde transcurre la trama que hacen referencias al paraíso y a los sueños. La historia de The set up transcurre en un breve periodo de tiempo, como señala el reloj de la calle que abre y cierra la película…, donde el boxeador con rostro de Robert Ryan no solo tendrá su última noche de gloria sino que también le seguirá la sombra del fracaso y del destino cruel… o quizá el camino, como cree su desencantada esposa (Audrey Totter), para una nueva oportunidad en la vida.

Todo es un poema visual. El ambiente de esa zona de la ciudad donde transcurre la trama. Mientras él se prepara para la última pelea en el ring, ella pasea reflexiva por las calles. Los rostros de los espectadores. La decadencia que se respira. Esa ventana del hotel que se enciende y se apaga… y supone una esperanza para el luchador porque es el reflejo de que alguien le espera. La importancia de las sombras, sobre todo en el momento más violento y triste del film donde las sombras de un grupo de jazz se proyectan en una pared de ladrillo, mientras la música además tapa los gritos de una paliza nocturna que no hace falta que la cámara la recoja pues sentimos toda la crudeza del momento. El propio combate, casi a tiempo real (como toda la película), que modula y carga de tensión y emoción la fuerza de un boxeador fracasado que quiere demostrar a toda costa que aún puede vencer, porque es lo que sabe hacer, luchar en el ring. La soledad del campeón en la habitación de preparación después del combate… Los más cercanos a él le han traicionado, menos su esposa, menos el vendedor de periódicos que admira sus viejas glorias, o los compañeros que nada pueden hacer… La desesperación del que se siente atrapado… pero que no ha sucumbido a la corrupción, al frío gánster de turno.

Nadie puede vencerme sigue el ritmo del rostro de Robert Ryan, que aflora todos los sentimientos posibles, de hombre duro y golpeado por la vida, de hombre tierno y enamorado, de hombre atormentado y fracasado, de hombre viviendo sus momentos de gloria, de hombre con el terror en el rostro, de hombre derrotado que pide ayuda…, de hombre que a pesar de los golpes… sabemos que va a volver a levantarse una y otra vez… Nadie puede vencerme sigue el ritmo de los golpes de la vida, que se reflejan en el ring y en el rostro de los otros compañeros de combate del protagonista. Rostros esperanzados, rostros desencantados, rostros del fracaso y de los sueños rotos. Y finalmente, Nadie puede vencerme sigue el ritmo del tiempo real, de las agujas del reloj que no se detienen a ritmo de jazz.

La torre de los ambiciosos (Executive Suite, 1954)

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Robert Wise no deja de sorprender en su manera de presentar las historias, de contarlas. En sus decisiones en la puesta en escena que crea potentes escenas, como ocurre con La torre de los ambiciosos, con un inicio brutal que atrapa y ya no suelta al espectador. Así, con cámara subjetiva, nos narra los últimos momentos de un magnate de una empresa de muebles antes de caer fulminado en la calle por un ataque al corazón. A partir de ese momento la lucha por adquirir el puesto, la batalla está servida.

La película es un intenso drama con un reparto increíble donde los ejecutivos tienen solo unas horas para votar al sucesor. Según el hombre que consiga el poder, la empresa irá por un camino o por otro. Se encuentran los extremos, y los puntos intermedios pero fundamentales para inclinar la balanza a un lado o a otro. Y en esto la película no ha perdido ni vigencia ni actualidad. Los extremos: ir a por los beneficios económicos, la fría contabilidad, sin contar con el producto bien hecho ni preocuparse por el bienestar de los trabajadores y por su trabajo en equipo. Esta opción tiene el rostro de Fredric March. U optar por el trabajo bien hecho, por un producto de calidad y velar por los intereses de los trabajadores. Una opción con cara de William Holden. Después están los puntos intermedios: la corrupción y el poder por el poder con rostro de Louis Calhern. El que ha estado siempre en la sombra y se sabe todos los entresijos y se maneja estupendamente en los pasillos pero no tiene madera de líder, un hombre de rostro cansado y desencantado como Walter Pidgeon. El manejable relaciones públicas con la cara de Paul Douglas o el que cansado ya de todo solo piensa en su jubilación con cara de Dean Jagger.

El reparto femenino es fuerte también en rostros pero sus personajes no están tan bien definidos pues nadan más en el estereotipo. Entre otras cosas porque no hay ninguna que sea ejecutiva determinante que opte también al puesto de poder como los hombres. Está el rol de la esposa que apoya y espera al guerrero luchador (June Allyson), la pobre niña rica que sufre en soledad –primero a su padre el magnate y después a su sucesor, el amante, ambos entregados en cuerpo y alma a la empresa– pero cuyo voto es fundamental como principal accionista (Barbara Stanwyck), la secretaria con personalidad, amante del relaciones públicas que ve cómo su relación no va a ninguna parte (Shelley Winters) y, por último, quizá el personaje femenino más interesante la eficaz secretaria del gran ejecutivo, silenciosa pero que conoce las entrañas de la empresa y que su rostro lo dice todo hasta quizá reflejar más que la lealtad que sintió por su jefe (Nina Foch).

La torre de los ambiciosos no solo tiene ritmo sino que está plagada de detalles que aporta información sobre cada uno de los personajes… a través de la puesta en escena. Como la presentación de cada uno de los ejecutivos cuando se les avisa de una importante reunión (dónde están sentados y qué están haciendo en el momento en que se les pasa el recado o cómo reaccionan… definen visualmente al personaje). Detalles que hablan y cuentan, como por ejemplo el movimiento de una silla en la sala de reuniones de los ejecutivos. La torre de los ambiciosos es otra lección de cine que aporta Robert Wise sobre cómo rodar una historia.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

Primavera en otoño (Breezy, 1973) de Clint Eastwood

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Hace relativamente poco pude ver la primera película que dirigió Clint Eastwood, Escalofrío en la noche (1971), en cuyo guion participaba Jo Heims. Y ahora me he enfrentado a su tercer trabajo como director… y ha sido una agradable sorpresa. Primavera en otoño cuenta una historia de amor. Pero ¿qué la hace especial, distinta y sorprendente? Nos encontramos con una de las películas más desconocidas de Eastwood. De hecho en el momento de su estreno fue un fracaso de taquilla… Y fue fracaso por propuesta desconcertante del director que la rodaba. Clint Eastwood todavía no era tomado en serio detrás de las cámaras, todavía nadie le consideraba un creador capaz y con una manera de narrar cinematográficamente, con una mirada distinta. Nadie podía creer que el chico duro, el de los spaguetis westerns, el de las películas de acción de Don Siegel… el controvertido y violento Harry el sucio… pudiera albergar y fuera capaz de plasmar una historia romántica con una sensibilidad extrema. Y una historia nada plana, delicada.

De pronto la estrella de cine de rostro impenetrable, el más duro, ofrecía una película de autor donde además él no aparecía como actor. Una historia íntima con música del realizador Michel Legrand y su segundo trabajo junto a la guionista Jo Heims (el primero fue Escalofrío en la noche). Clint Eastwood formaba parte del mapa de jóvenes realizadores que estaban cambiando el panorama cinematográfico en Hollywood, el nuevo cine americano… pero no fue tomado en consideración hasta muchos años más tarde. La película fue una propuesta atrevida del nuevo director y en consonancia con los tiempos que corrían… pero rápidamente sepultada.

Parece incomprensible que la estrategia del productor Robert Evans, Love Story (1970) de Arthur Hiller, tuviera un éxito sin precedentes… con una historia de amor que apelaba a la lágrima y bastante plana… y que tres años después Eastwood ofreciera una historia bastante más compleja, bien rodada y sin recurrir a recursos fáciles de lágrima y cursilería para contar una historia de amor más profunda… y sin embargo pasara sin pena ni gloria por la taquilla y quedara sepultada en el olvido.

Primavera en otoño cuenta de manera aparentemente sencilla la historia de amor entre un hombre cincuentón solitario, desencantado y con la vida resuelta y una adolescente hippie que ofrece y no pide nada a cambio, que se limita a vivir el presente… Dos personalidades con dos tipos de vida absolutamente diferentes, que de pronto se atraen y sienten que pueden construir una historia juntos. No sólo les separa la edad sino también las convenciones e hipocresía social, sus estilos de vida diferentes, la intolerancia y los prejuicios, el miedo a los nuevos tiempos… No se prometen amor eterno pero sí intentarlo y vivirlo con intensidad. Como muchos años después en Los puentes de Madison, Eastwood cuenta la historia de dos amantes incompatibles en sus formas de vida que tienen todas las papeletas para no poder estar juntos… y sin embargo viven su historia con intensidad y autenticidad. O no hace falta irse a su otra historia de amor por excelencia sino, por ejemplo, al El gran Torino donde refleja otro tipo de amor entre personas con diferentes pensamientos, orígenes y formas de vida. Eastwood muestra la complejidad de las relaciones humanas… donde nada es blanco o negro y donde el encuentro puede ser posible aunque no un camino fácil.

Así como suele ocurrir con el cine del director crea dos personajes creíbles en una historia que llega con una sensibilidad poco común y una sencillez que se agradece. Sin estridencias. Por otra parte dirige a sus actores protagonistas que se meten de lleno en sus personajes, componen unas personalidades que se complementan y consiguen traspasar con su química la pantalla. Cuenta con el rostro de un actor veterano, un maduro William Holden (maravilloso), desencantado y atractivo (que en un momento dado le dice a su joven enamorada que nunca se madura, uno simplemente se cansa) y una desconocida Kay Lenz que destila naturalidad y frescura.

Por el mismo año también se rodaba otra propuesta cinematográfica de John G. Avildsen (de las que he visto del realizador la que más me gusta y la que más merece la pena), Salvad al tigre, que narraba un día en la vida de un empresario maduro en crisis (magnífico Jack Lemmon)… donde el único momento en que lograba expresar lo que realmente sentía… también era en compañía de una joven hippy. Avildsen conseguía así el momento más auténtico y triste de la película. Mientras veía la película de Eastwood me vino a la cabeza la película de Avildsen y sus puntos de unión.

Primavera en otoño habla de dos personas muy distintas que de pronto pueden construir una historia común. No se sabe hacia dónde les llevará su idilio pero deciden intentarlo…

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

10 razones para amar El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) de Billy Wilder

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Razón número 1: Duelo de dúos (I Parte): Billy Wilder y Charles Brackett

¿Qué tienen en común La octava mujer de Barba Azul, Medianoche, Ninotchka, Si no amaneciera, Bola de fuego, Arise, my love, El mayor y la menor, Cinco tumbas al Cairo, Días sin huellas, El vals de emperador, Berlín Occidente y El crepúsculo de los dioses? Pues seguro que se puede jugar bastante y sacar varios elementos en común pero hay uno que con solo mirar los títulos de crédito surge con fuerza: los guiones de estas películas están firmadas por Billy Wilder y Charles Brackett. Y su última colaboración juntos fue precisamente en El crepúsculo de los dioses, una buena rúbrica final para una colaboración que dejó muy buenos frutos.

El crepúsculo los dioses es un guion amargo sobre Hollywood y sobre el oficio de guionista pero también un canto de amor hacia dicha figura dentro del equipo humano necesario para crear una película. Esta historia tal y como está contada y cómo está contada, en primera persona, solo puede llevarla a cabo y manteniendo siempre el interés un buen guionista desencantado, como el protagonista del film, Joe Gillis. Y sólo podía llegar a estar tan bien narrada y tan bien reflejado el oficio de guionista con dos profesionales como eran Billy Wilder (también director) y Charles Brackett (también novelista y productor).

Razón número 2: Duelo de dúos (II Parte): Gloria Swanson y Erich von Stroheim

Pero otro dúo brillante que forma parte de una historia mágica (y decadente) y que da autenticidad a cada fotograma es el formado por Gloria Swanson y Erich von Stroheim o lo que es lo mismo por Norma Desmond y Max von Mayerling.

Y la historia verdadera y la historia de ficción se funden creando autenticidad y verdad. Su huella deja el lado más duro de un Hollywood silente que encumbraba y relegaba al más absoluto de los olvidos cuando salías del todopoderoso sistema de estudios. Pero los dos siguieron con la cabeza alta… No protagonizaron en realidad la tétrica pero a la vez deslumbradora y decadente historia de Norma y Max pero sí la suya propia, la de Gloria y Eirch.

Ambos eran grandes en el cine silente. Pero él se salía tanto de los canones de la industria que le terminaron relegando y no le dejaron terminar muchas de sus obras. Pero siguió en el mundo del cine y no cayó en el absoluto olvido por sus labores como actor. Ella era una de las divas y reinas del cine mudo pero en cuanto llegó otra forma de hacer cine (más su rebeldía) se retiró de la pantalla blanca (y se dedicó a otros terrenos, no la fue nada mal). Los dos coincidieron en un momento que supuso lo sublime y la caída más estrepitosa. Ambos fueron artífices de una obra cinematográfica inacabada llena de historias y con imágenes que preludian lo que podría haber sido: La reina Kelly (1929). No acabaron de la mejor de las maneras. No se vieron más. Pero volvieron a encontrarse, y el encuentro fue dulce, en El crepúsculo de los dioses. Ya en los años cincuenta. Ella como una actriz decadente encerrada en una mansión-cárcel-refugio. Él como un mayordomo eficiente que esconde un pasado como director de cine y primer esposo de la diva caída… Y siguen un ritual, al que ahora se une el joven guionista Gillis, se proyectan en el salón las viejas películas de ella. Las imágenes que se ven en El crepúsculo de los dioses se corresponden a aquella película inacabada… Y es emocionante ver el rostro de ambos mientras miran las escenas silentes.

 Ficción y realidad. Realidad y ficción. Todo se mezcla.

Razón número 3: cameos y apariciones con mucho arte

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… La diva del cine silente se deja acompañar por otras viejas glorias. Igual que Gloria Swanson (como su personaje Norma Desmond) conocía perfectamente esa época porque fue una de las protagonistas… otros rostros silentes salen en esta historia. Así Norma Desmond recibe la visita semanal de tres actores del cine mudo con los que juega interminables partidas de cartas. Ellos son Buster Keaton, Anna Q. Nilsson y H.B.Warner (los dos últimos bastante más relegados al olvido. Tratemos de recordarlos: para los amantes del western ella fue la primera Cherry Malotte, dueña de un Saloon en la Alaska que vive la fiebre del Oro, de las cuatro versiones que tendría The Spoilers. Y H.B. Warner fue el protagonista del Rey de Reyes mudo de Cecil B. DeMille pero luego tuvo papeles secundarios en películas míticas como el alcohólico y triste dueño de la droguería donde trabaja George Bailey en Qué bello es vivir).

También están los que supieron subirse al carro… como un director que hace de sí mismo pero que fue uno de los que dirigió los grandes éxitos mudos de Norma Desmond. Lo vemos en su salsa, siendo él mismo, en un estudio y rodando en la Paramount… ni más ni menos que el ‘rey del espectáculo’, Cecil B. DeMille. Si en tiempos del mudo tuvo éxitos como Juana de Arco,  Los diez mandamientos o Rey de Reyes… en aquellos años seguía dando espectáculo con Sansón y Dalila, El mayor espectáculo del mundo u otra nueva versión de Los diez mandamientos… Precisamente en el cameo le vemos en un estudio de la Paramount, en esos momentos estaba rodando realmente Sansón y Dalila.

Una de las reinas del chisme también hace de sí misma… aquellas columnistas capaces de elevar o hundir carreras… presente y haciendo de ella misma en la última impresionante escena que protagoniza una Norma Desmond trastornada. Hablamos de Hedda Hopper y Billy y Charles nos la presentan en su salsa.

Razón número 4: cine dentro del cine. Hollywood dentro de Hollywood

El crepúsculo de los dioses habla de cine, es sobre cine y emplea de manera brillante todos los recursos del lenguaje cinematográfico. Así es un retrato duro pero a la vez apasionado de la industria cinematográfica en Hollywood. Es una historia del cine desde la época del cine mudo hasta el apogeo del sistema de estudios en los años 50 (a punto de caramelo para la caída). Asistimos a la cara oscura pero también a entender por qué se ama ese mundo, ese mundo de hacer películas.

Nos encontramos con los entresijos de un estudio (La Paramount). Sus estrellas, sus productores, guionistas, directores, técnicos, ayundantes de producción, representantes… que foman parte de una gran plataforma, de un plató gigante, que cuenta historias para que se proyecten en la pantalla blanca. Pero este sistema de estudios es una maquinaria que engulle y tritura. Crea y destroza. Encumbra y olvida. Fama y fracaso. Estrellas y sombras. Pero también creatividad, invención, imaginación, levantar sueños, el gusanillo de escribir, de dirigir, de actuar… La cara y la cruz de Hollywood. Un sitio lleno de claro oscuros. Amanece y lo amas, pasa el día y te vas desesperando, anochece y entre litros de alcohol y rechazos terminas odiándolo… y a dormir… que espera un nuevo día.

Norma Desmond y Joe Gillis son dos personajes complejos pero redimidos, sin embargo, por su entrega absoluta a la pantalla blanca. Es lo que les hace vivir y morir. Aman y odían con intensidad el mundo que les hace personas pero también les destruye.

Razón número 5: la mansión y las escaleras

Cuando el guionista Joe Gillis pisa por primera vez la mansión que se convertirá en su cárcel la describe perfectamente. Le recuerda a la mansión que se cae a pedazos en su decadencia que describe Dickens en su novela, Grandes esperanzas. Y piensa que dentro puede habitar una especie de señorita Havisham… y no se equivoca. Solo que Desmond no se rinde y sigue buscando el amor (o el sentirse deseada) aunque tenga que pagar y retener al bello guionista como sea.

Y esa mansión enorme cobija habitaciones sin cerraduras, decorada de manera barroca, como si se tratara de un artificial decorado de película de lujo, un hogar digno de diva decadente. Un decorado que se va desplomando pero que guarda cierta hermosura. Una piscina sin agua que se llenará con la llegada del aire fresco, Joe Gillis. Y que se convertirá en su tumba. Habitaciones con fotografías antiguas, que se aferran al pasado. Habitaciones con goteras. Un dormitorio con un mono muerto. Un entierro en el jardín salvaje.Y unas escaleras que son el mejor escenario para que una Norma Desmond ofrezca la actuación de su vida mientras las cámaras ruedan.

Recopilando curiosidades me entero de que la misma mansión, antes de que se desapareciera definitivamente, se emplearía también en una película donde se rodarían escenas míticas. Es la mansión abandonada donde se refugian en un momento dado los jóvenes de Rebelde sin causa.

Razón número 6: ¿Cuál es el género?

¿Cine negro? Así parece en las primeras escenas. ¿Terror? Es lo que sentimos nada más pisar la tétrica mansión. ¿Comedia? ¿Drama? ¿Melodrama? ¿Comedia romántica? Todos estos géneros se encuentran encerrados en El crepúsculo de los dioses y ninguno chirría. Es tan brutal y tan claustrofóbico a veces el encierro de Joe Gillis (sobre todo cómo lo vive… recordemos que es él el ‘peculiar’ narrador) que sus escapadas y su historia con la joven guionista (Nancy Olson) se hace necesaria. Porque es una manera de pintar un posible futuro para Gillis. A veces los excesos de Norma nos pueden provocar risa… pero una risa incómoda, como el comportamiento de su fiel mayordomo. Una risa que se transforma en lágrima porque hay tragedia detrás de lo estrafalario. Todo está envuelto en un ambiente de cine negro porque sabemos desde el principio que lo que estamos viendo es la crónica de un crimen y sabemos que no hay salida posible, ni salvación ni redención para su protagonista.

Razón número 7: William Holden, pistoletazo de salida

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En muchas ocasiones he cantado mi amor platónico hacia William Holden. El crepúsculo de los dioses supuso el pistoletazo de salida para una carrera que despegó lentamente (llevaba desde finales de los años 30 apareciendo en pantalla). Joe Gillis funciona porque lo construye un buen actor (además de partir de un buen guion). El guionista gigoló que va mostrando su vulnerabilidad, sus puntos débiles, lo que le hace más humano. Joe Gillis, un personaje tremendamente complejo y muy bien reflejado por un Holden no sólo atractivo sino que muestra toda la ambigüedad del personaje y consigue que finalmente todos los espectadores estén convencidos de que no se merece contarnos esa historia desde el fondo de una piscina, sin posibilidad de futuro.

Y a partir de El crepúsculo de los dioses, vendría el reconocimiento. Y una galería de películas que me hacen ser para siempre espectadora fiel (ya se vislumbraba en Sueño dorado, el violinista boxeador): Nacida ayer, Traidor en el infierno, Picnic, La Colina del Adiós, El puente sobre el río Kwai, El mundo de Suzie Wong, Grupo Salvaje, Network…

Razón número 8: el narrador, un guionista muerto

Y seguimos con Joe Gillis y William Holden. No sólo es guionista de profesión sino que se convierte en narrador omnisciente del relato cinematográfico. Ya sabe todo lo que va a ocurrir puesto que está muerto. Domina la historia. Y nos la cuenta como lo que es, un guionista. Todo lo vemos bajo su mirada. Y los ambientes por los que se desenvuelve. Y las descripciones de los personajes. Quizá esa es la explicación de ese universo de géneros. Según el estado de ánimo del narrador se va hacia el cine negro, hacia el humor negro, hacia el terror, la intriga o el romanticismo exacerbado…

Razón número 9: érase una vez un gigoló y una dama decadente

Érase una vez un gigoló y una dama decadente en una mansión encerrados en una fiesta de fin de año con una orquesta a su servicio… El crepúsculo de los dioses no es un cuento de hadas. Lo triste (y lo humano y esperanzador) de Joe Gillis es que todavía le queda la suficiente humanidad como para entender la decadencia, los miedos y la tristeza que encierra el rostro de Norma Desmond, otro personaje perdido y frágil. Y los dos son capaces de crearse un universo donde tratan curarse de las heridas. Pero un universo artificial que termina resquebrajándose y matándoles a ambos. Norma no puede vestirse siempre de las bañistas de Mack Sennett o hacer reír con una imitación magistral de Charlot… no puede evadirse siempre. Y Gillis no puede estar toda la vida huyendo sin enfrentarse a sus problemas. Cuando ambos tratan de encarrilar sus vidas… ya es demasiado tarde. Gillis muere, y Desmond pierde la cabeza definitivamente, se quiebra.

Razón número 10: Un principio y un final. Historia redonda

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Las películas como las novelas o los cuentos tienen mucho terreno ganado si tienen un principio que atrapa, un desarrollo que mantiene el interés y un final que deja clavado al espectador en el asiento. Y así es El crepúsculo de los dioses. El principio te atrapa y no te suelta: ¡una historia que te está narrando un cuerpo muerto flotando en una piscina de una mansión de Sunset Boulevard! El desarrollo no decae en ningún momento pues se trata de entender cómo se llega a esa situación. Y el final nadie puede olvidar la locura de Norma Desmond bajando por las escaleras cual diva, ante las cámaras, que la están rodando, sin ser consciente de lo que ha hecho… y camino a la detención y reclusión definitiva.

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